Capítulo 37

A sus órdenes, mi coronel

Nos vestimos por última vez con nuestras viejas ropas militares de Verdún. Ha pasado muy poco tiempo desde que las llevábamos puestas y no nos resultan excesivamente extrañas. Casi se podría decir que nos son más familiares que lo que llevamos ahora.

Nos miramos el uno a la otra para pasar una revista militar. Estamos perfectos. No nos extrañaría en absoluto que al abrir la puerta de nuestra habitación nos encontráramos de nuevo en una sucia trinchera alemana.

Suena el teléfono, es Brenda.

–Apuraos, son las cuatro menos cinco. El coronel acaba de entrar en el despacho de Mister Patterson y os esperan. No os retraséis. –

–Gracias, Brenda, estamos listos. Bajamos enseguida. –

Salimos de nuestro cuarto. Una corriente de aire inesperada cierra la puerta de golpe dando un portazo de mil demonios.

Nos lanzamos al suelo cubriéndonos la cabeza con ambas manos esperando la lluvia de piedras y metralla de una explosión de un obús que debe haber caído muy cerca.

Durante unos segundos permanecemos inmóviles, después nos miramos riendo y llorando a la vez.

–¡Hay que joderse lo que marca una guerra! – le digo mientras me levanto y le alargo el brazo para ayudarla a ponerse en pie.

–¡Hostias! Esto es el vértigo del frente. ¿Crees que nos durará mucho? No quisiera ir tumbándome en plena calle cada vez que a un coche le petardee el tubo de escape. –

–No creo, supongo que es cuestión de acostumbrarse de nuevo. Pero estoy pensando que no vamos a poder volver a soportar una buena mascletá de esas que se disparan en nuestra Valencia. La gente no lo sabe pero las guerras suenan tal que así. –

Una vez en pie, nos sacudimos instintivamente las ropas para quitarnos los restos de nieve y barro que habrán manchado nuestros uniformes. Lógicamente no hay rastro de ello.

–Estamos bien jodidos mentalmente, nuestro cerebro sigue acomodado a los asuntos de la guerra. – dice Mari.

–Tal vez el problema es que no tenemos suficiente cerebro para pensar. Mira ahora, hemos aceptado una misión en el Egipto misterioso y permanecemos tan campantes, como si nada. –

–Definitivamente somos gilipollas. –

–Sí, eso no tiene vuelta de hoja. –

Bajamos por la escalera hasta el piso inferior en donde nos esperan esta pareja de cenutrios. Me ajusto la pistola al cinto y estiro mi uniforme. La gorra me la coloco bajo el sobaco.

Con los nudillos golpeo la puerta del despacho de Mister Patterson.  El reloj comienza a tocar las cuatro en punto de la tarde.

–Adelante.– escucho a Mister Patterson.

–Dejo entrar primero a mi esposa, como corresponde a un caballero y oficial del ejército y después entro yo con zancadas marciales hasta que nos situamos en el centro del despacho.

–¿Qué broma es esta? – pregunta sorprendido el coronel Stupien. El canijo traductor está a su lado pero ya no es necesario, la máquina de Anthony nos ha enseñado ese galimatías al que llaman idioma alemán,

–A sus órdenes , mi coronel. – respondo cuadrándome militarmente ante él. – Se presenta el comandante Gillempollenn. Sin novedad.

–No tolero ningún tipo de cachondeo cuando se trata del ejército alemán ¿Qué hace usted vestido de comandante de infantería? ¿Dónde está su uniforme de soldado de comunicaciones? –

–Escuche, coronel, este grado militar me lo he ganado a pulso en una guerra cruel y espantosa. Debería usted revisar la documentación de aquella época y verá que soy un oficial auténtico. Los alemanes son muy metódicos para esas cosas y debe haber un expediente a mi nombre que acredite mi rango.–

–¿Cómo es posible? Su carrera militar es increíble.

–Y un héroe. –responde mi Mari.

–¿Quién es esa? – pregunta dejando caer su estúpido monóculo.

–Una enfermera que también ha sudado lo suyo en el frente atendiendo a los soldados que los coroneles como usted enviaban al matadero. – responde muy seria.

–¿Qué clase de burla es esta? No estoy dispuesto a participar de este teatrillo que están ustedes montando. –

–Escuche, majadero, usted es demasiado joven para haber estado en ningún conflicto armado. Sin embargo,  mi esposa y yo sabemos en primera persona lo que es eso. Le aseguro que se ensuciaría usted los pantalones el primer día en aquellas terribles circunstancias. No, no me hable de teatro. Nosotros nos hemos jugado la vida realmente mientras usted juega a los soldaditos en su cuartel de Berlín sin saber nada de nada de lo que es una auténtica guerra. –

–Calma, JuanVi – interviene Mister Patterson un poco preocupado por los derroteros que está tomando la conversación.

El hombre parece aturdido pero se recompone al instante.

–Me importa una verdadera mierda lo que haya o no haya usted tenido que soportar. Se supone que eso va en su sueldo. Yo he pagado una fortuna y sólo me interesan los resultados. –

–Por favor, señores, siéntense y hablemos. No es necesario elevar el tono de la conversación. –Ahora sí que Mister Patterson está visiblemente nervioso.

Brenda aparece con unas copas de buen coñac y sirve una al coronel y otra a Mister Patterson. Todos tomamos asiento.

¿Entonces qué? ¿Dónde están mis cajas? –

–Ha sido imposible traerlas. La huida se complicó. Estuvimos a punto de palmarla. Traerlas con nosotros hubiese supuesto un riesgo evidente de haberlas requisado la Policía Militar. En ese caso, tanto mi esposa como yo estaríamos bajo una tumba anónima en la campiña de Francia y sus condenadas cajas en paradero desconocido para siempre.–

–¡Lo sabía! Es usted un inútil y un gilipollas ¿O debería llamarle comandante? ¡No me joda! –

–No se preocupe, todavía se pueden recuperar. – tercia Mister Patterson un poco más relajado.

–Más les vale, de lo contrario no pagaré un solo dólar más. –

–Las cajas están localizadas y a buen recaudo. Usted mismo puede ir tranquilamente a recogerlas y llevárselas a casa. –

–¿Dónde coño están? –

Mister Patterson saca un plano enorme de la zona del Verdún actual, lo extiende sobre una mesa alargada que sirve para celebrar reuniones y todos nos acercamos a observarlo.

Con un dedo señalo el lugar en donde se encuentra el viejo molino de Saint Laurent.

–¿Qué es eso? ¿Están ahí?– pregunta el coronel.

–No, esto era un molino en ruinas, por lo que hemos podido averiguar con las imágenes satélite ha sido restaurado y ahora es una especie de parador de turismo. –

–¿Entonces mis cajas…?–

Desplazo mi dedo un poco más al este.

–Están perfectamente escondidas aquí. –

Mister Patterson saca una fotografía aérea ampliada. –

–¿Ve usted esta especie de roca entre estos dos robles? –

–Sí, la veo perfectamente. –

–En realidad no es más que una especie de tapadera que oculta un desagüe seco procedente del antiguo molino. Sus cajas están ocultas allí. –

–Perfecto, yo mismo me encargaré de recogerlas. No me fío demasiado de su eficiencia. Y por cierto, supongo que no las habrá abierto usted tal y como le ordené. Eso figura en el contrato firmado con New Times and Horizonts.–

–Usted mismo podrá comprobar que los candados de hierro con las que están cerradas están intactos. –

–Conforme. – Ahora parece más tranquilo y su tono de voz ha bajado a niveles razonablemente normales. Bebe un sorbo de coñac y deja la copa sobre el mapa.

–Dígame, JuanVi ¿Cómo era mi abuelo? Siempre he sentido curiosidad. Mi abuela nos contó que murió en combate como un auténtico soldado. ––

No es el momento de ensuciar la memoria del abuelo Stupiden. Es cierto que le odiaré toda mi vida por haber intentado asesinar a Türuten a cambio de un tesoro robado pero no soy tan mala persona como para echar barro encima de un montón de escoria.

–Sí, un hombre excepcional. Murió en mis brazos sin sufrir demasiado, cantando el himno nacional y besando la bandera de combate del Regimiento. –le digo fingiendo un todo apenado.

El coronel llega a emocionarse.

–Lo sabía, los Stupiden siempre hemos sido gente valerosa, amantes de la patria, el orden, la disciplina y la honradez. –

–Claro, a ustedes no les gana nadie a honrados. ¡Son la polla! –

–¿Que ha dicho? –Pregunta al intérprete.

–Es una forma de hablar que tenemos los españoles. No tiene una traducción al alemán. –

–Supongo que es un halago ¿No? –

–¿Sabía usted que su abuela era una novicia antes de casarse con su abuelo? –

–No tenía ni idea, nunca nos lo dijo. –

–Pues es cierto, de hecho, les casé yo mismo en este convento. – le digo señalando a la vieja abadía que también ha sido reconstruida aunque se nota que fue abandonada años después.

–¿Cómo que les casó usted? ¿Qué bobada es esa? –

–Sorprendimos a sus abuelos fornicando en una celda del convento y la abadesa, sor Chochette, me pidió que les casase en el acto. Supongo yo que podía hacerlo ya que estaba recién ascendido a comandante y no había una autoridad superior en aquel momento. –

–¿Fornicando con una monja? No puedo creer esta calumnia. Pero tampoco me extraña demasiado, los Stupiden también somos buenos ejemplares en los asuntos de hacer grande nuestra patria a base de darle buenos hijos. –

–Sí, son ustedes una estirpe de lo más completito. –

–Supongo que su abuela ya falleció. –pregunta mi Mari con un poco de nostalgia.

–Sí, señora, murió en mil novecientos setenta y dos. Yo era todavía un niño y ella una anciana dulce, cariñosa y cándida. Jamás volvió a casarse tras la guerra pero le gustaba contarme muchas cosas de aquellos tiempos. Es por ello,  que un día, me reveló el secreto de esas cajas. –

–Estoy seguro de que fue una buena persona el resto de sus días. Tal vez cometió un error en el pasado pero lo estuvo purgando hasta su muerte. –

–¿Qué quiere decir con eso de que cometió un error? –

¡Joder ya se me ha ido la lengua más de la cuenta!

–Mi esposo quiere decir que tal vez debería haber continuado en el convento tras enviudar. Ella era muy creyente y piadosa cuando la conocimos en la abadía. –

El coronel vuelve a coger su copa y se sienta en un sillón.

–La vida nos lleva muchas veces por caminos insospechados. Recuerdo que me contó en una ocasión que acabó la guerra en una casita humilde junto a un hombre mayor y una chica llamada Colette. Por lo visto, esa mujer ayudó a esconder a soldados alemanes que desertaron. Una auténtica vergüenza tener que reconocer que entre mis compatriotas hubo quien abandonó a sus compañeros de armas para esconderse cobardemente hasta el final. –

–Sí, todo es tan extraño cuando la gente se mata así como así. – Le contesto preocupado. No me gusta que haya salido a relucir el nombre de Colette.

–Efectivamente, esa mujer tampoco tuvo una vida colmada de felicidad. Por lo visto, se enamoró de un apuesto soldado que apareció por allí y le echó un polvo de antología. Después de acabar la guerra estuvo vario años esperando que regresase. –

Mari me mira entornando los ojos. ¡Dios, como temo esa expresión en su rostro! ¡Se avecina tormenta!

–¿Le dijo su abuela cómo se llamaba el soldado tan galán al que tanto esperó? – le pregunta mi Mari con tono inquisidor.

–No, nunca lo mencionó. –

–¿Pero tenía algo que ver con la música militar? – vuelve a insistir. Es como un oso hormiguero hurgando en un termitero.

–No exactamente, pero en una ocasión, ese soldado se presentó con un muchacho que tocaba la corneta.

–¿Un corneta? – está atando demasiados cabos. Creo que voy a terminar cobrando de lo lindo.

–Sí, un chico casi adolescente que después se refugió con mi abuela en casa de Colette. ¿Cómo lo ha adivinado usted, señora?–

Mari guarda silencio pero me mira fijamente haciendo gestos con sus dedos índice y corazón como si estuviese manipulando unas tijeras.

–Pues asunto concluido. Deberá usted reconocer que la misión se ha realizado con éxito, coronel. – interviene Mister Patterson.

–No del todo, todavía no tengo las cajas en mi poder. –

–Eso ya es asunto suyo. Le hemos dado la ubicación exacta. A partir de este momento y hasta que usted vaya a recogerlas no podemos hacernos responsables de que alguien las encuentre. Sus órdenes fueron claras: no podemos abrirlas. Podríamos recuperarlas nosotros y traerlas aquí para entregárselas a usted. Pero no íbamos a ir a recogerlas, tomar un avión desde Francia y entrarlas por la Aduana a Estados Unidos sin saber siquiera que nos llevamos entre manos. Creo que es un trato justo.–

–Tiene razón, Mister Patterson. Usted y el gilipollas han cumplido con su deber. Estoy muy contento. Han hecho un buen trabajo.

El hombre se pone en pie y se ajusta la chaqueta, me estrecha la mano y después hace lo propio con mi Mari y Mister Patterson.

Él y su traductor se largan satisfechos.

–Pues ya está, ahora toca que os toméis un descanso reparador. Todo ha salido a pedir de boca. – nos dice Mister Patterson con gestos evidentes indicándonos que nos larguemos nosotros también.

–¿Y qué hay con respecto a ese viaje a Egipto? – pregunta mi Mari.

–En realidad todavía no tengo cerrado el contrato con los clientes. Necesitaba a una pareja para llevar a cabo la misión. A Horacio no le iría mal ese trabajo pero no veo a su esposa Mari Tere lo suficientemente agilipollada. Es por eso que he ido aplazando el encargo hasta ahora. –

–¿Quiere usted decir que yo sí lo soy? –

–Querida Mari, lo has demostrado de sobra. Pero todavía es pronto para emprender el viaje, además, JuanVi está convaleciente, le necesitamos en plena forma. –

–Sí, es mejor que repose, lo del hombro no es nada comparado con la somanta a hostias que le voy a dar en cuanto estemos a solas. Va a recibir tantos palos que podrá construirse un fuerte. –

–¿Qué os pasa ahora? Me da que no paráis de discutir en cuanto tenéis la más mínima oportunidad. –

–No se preocupe usted, Mister Patterson, esto lo voy a arreglar yo muy pronto, en cuanto el corte la minga y se la eche a los perros. –

–¡Mujer, no será para tanto! ¿Qué ha ocurrido? –

–Nada, simplemente que me tiene que dar explicaciones muy claritas acerca de cierto asunto con la tal Colette. –

–Te lo vuelvo a repetir. – intento defenderme a la desesperada– En Francia debe haber miles de Colettes ¿Qué digo miles? ¡Millones! –

–¡Y una mierda! Descartando las que no hayan vivido cerca de Verdún a principios de siglo, que hayan dado cobijo a una monja viuda y a un corneta desafinado enviados por un salido para que se ocultasen en su casa antes de que acabase la batalla… ¡Sólo queda una! –

Mister Patterson pone su mano sobre mi hombro.

–Es buena atando cabos ¿Eh? –

–Ya lo creo. A esta no hay quien se la pegue. Pero lo mío con Colette no fue nada. Ocurrió la primera noche en la que aterricé en esta misión. Ella era una muchacha que vivía sola con su padre en una casita humilde. Hacía mucho frío y nos acurrucamos junto a la chimenea para darnos calorcito, eso fue todo. –

–¿Calorcito? Te voy a dar yo calorcito. Esta noche vas a dormir bien calentito, te lo aseguro.

–Bueno, bueno. Arreglaros como buen matrimonio donde se arreglan estas cosas. Nada como una cama confortable para eso. – Dice Mister Patterson sonriendo como no lo había visto nunca.