Capítulo 32

La Huida

Cuando el camión llega a nuestro lado, el conductor da la vuelta y Mari y yo subimos a la cabina. Estamos un poco incómodos porque sólo hay dos asientos en esta tartana, uno para el conductor y el otro para el ayudante, pero nos acoplamos como podemos.

El cabo que conduce no abre la boca. Todo el mundo sabe que sólo se puede hablar con un oficial cuando éste da su permiso, así que los primeros kilómetros los hacemos en completo silencio mientras nos cruzamos con todo tipo de vehículos y soldados a píe andando por las cunetas en dirección al frente.

–¿Están bien los caminos hasta el Cuartel General, cabo? Tengo mucha prisa por llegar cuanto antes. – le digo al muchacho.

–Tardaremos unos veinte minutos si no hay complicaciones. Siento que la señorita enfermera tenga que soportar estos baches inmundos, la carretera está llena de socavones. Supongo que debe usted tener una misión importante con los jefazos cuando la han llamado y la han obligado a dejar sus trabajos en el Hospital de Campaña.–

–Sí, es una excelente enfermera y tiene una tarea urgente que cumplir: Como sabe, el teniente  general de caballería Von Zürraspen, padece de almorranas y ella es una experta en este tipo de dolencias. –

Mari me da un codazo como signo de desaprobación, no parece que le haya gustado demasiado mi explicación.

Me encojo de hombros. Al fin y al cabo es una excusa como otra cualquiera.

El tipo conduce bastante bien pero se le van la vista de vez en cuando hacia las piernas de mi mujer que, debido a la postura y a la falda militar dejan al aire mucho más allá de la rodilla.

–Olvídese de esta mujer, cabo y deje de mirarle las pantorrillas. Limítese a conducir. También es experta en cortar pollas. Conozco a uno que conserva la suya de puro milagro. –

El chico se ruboriza y no vuelve a apartar la vista del camino.

Al rato descubro con horror que una patrulla de la Policía Militar ha establecido un control un poco menos de un kilómetro.

No puedo arriesgarme a que nos detengan y nos pidan el montón de papeleo que uno debe llevar encima cuando se aleja del frente. El no poseerlos implica ser considerado como un desertor, delito que se castiga con la horca. Precisamente eso es lo que somos.

–Detenga inmediatamente el camión.–le ordeno tan tajantemente que el chico frena en seco.

–¿Qué ocurre, mi comandante? –pregunta asustado.

–Nada, nos apeamos aquí. –

El cabo no es estúpido y saca sus propias conclusiones.

–¿Tiene usted miedo a la patrulla de la Policía Militar, mi comandante? ¿No estarán ustedes desertando verdad? –

Saco mi pistola y se la pongo directamente bajo su nariz.

–Escuche, no quiero matar a nadie y usted me cae hasta simpático, pero créame que lo haré si es necesario ¿Me comprende? –

–Sí, mi comandante, lo ha dejado usted cristalino. –

Mari baja del camión. Yo continúo encañonando al muchacho.

–Si la Policía Militar le pregunta, ha viajado usted solo. Ahora, avance lentamente por la carretera sin acelerar. Debe tardar una eternidad en llegar al puesto de control. ¿Estamos? –

–Lo que ordenen usted y su pistola, mi comandante. –

Salto de camión y tomo del brazo a mi Mari, abandonamos la carretera a toda prisa y corremos como locos por la campiña.

El cabrón de cabo conductor acelera de tal modo que parece que una avispa le ha picado en los testículos, este granuja va a delatarnos.

–No debiste fiarte de este hombre. –me dice mi Mari jadeando por el esfuerzo de la carrera.

–No iba a matarlo. Jamás he matado a nadie ni iba a ser esta mi primera vez. Gilipollas sí, criminal, no. –

Mientras corremos veo que el camión ha llegado ya al puesto de control y habla con los policías. A pesar de la distancia puedo apreciar que señala hacia nosotros.

Varios policías se movilizan al instante y se preparan para darnos caza.

Mi mujer y yo corremos como su hubiésemos robado un par de gallinas y nos persiguiera la Guardia Civil. Probablemente estemos estableciendo un nuevo record mundial de corretear por el campo.

Afortunadamente, el agujero de retorno está a menos de quinientos metros de nosotros, entre unas rocas y un roble centenario.

Los guardias que nos persiguen realizan un par de disparos mientras nos dan el alto pero están demasiado lejos y sus balas no pueden alcanzarnos todavía.

Y es en este punto en donde en los largometrajes baratos de Hollywood, la chica se tropieza y se hace daño en un tobillo para amargarle la existencia al chico de la película. Sin embargo, esto es la vida real y el que se trastabilla y se cae al suelo soy yo.

Mari se da cuenta y se detiene para ayudarme.

–Lárgate, no es nada.– le grito mientras me levanto y sigo corriendo con dificultad y cojeando.

–No me iré sin ti. –

–No seas estúpida. Estos tipos corren más que nosotros, pronto estaremos al alcance de sus fusiles… ¡Corre! El hoyo está ahí delante, yo te cubriré.

Queda paralizada durante un instante. Pero es más terca que una mula y no me va a dejar.

–¡Vamos, no pierdas tiempo y salta al agujero! Yo no tendré dificultad en arrastrarme si es preciso. Tenemos ventaja si no la desperdicias. De todas maneras no podemos saltar juntos, hay que hacerlo de uno en uno. –

Por primera vez en su vida me obedece. ¿Dónde están los pirotécnicos cuando más se les necesita? Esto merece un castillo de fuegos artificiales conmemorativos.

La veo saltar al hoyo.

Los policías disparan y una bala rebota muy cerca de mí. Saco mi pistola. Es completamente inútil porque no tiene el mismo alcance que un fusil pero intento intimidarlos disparando un par de tiros.

La cosa funciona a medias, paran en seco y echan cuerpo a tierra. Aprovecho para arrastrarme yo también hacia el agujero. Sólo me separan de él cinco o seis metros.

Si un medicucho de tres al cuarto me midiese ahora los niveles de adrenalina tendría que tirar el cacharro porque lo rompería en el acto.

Nunca como ahora, en toda esta misión, he pasado tanto miedo ni he estado tan seguro de palmarla. Pero es en estas situaciones cuando el cuerpo se convierte en una máquina desesperada y es capaz de hacer cualquier cosa inverosímil.

Me arrastro como una serpiente pero tengo la impresión de que no avanzo y de que el hoyo está cada vez más lejos. La mente es el aparato de tortura más diabólico cuando uno se convierte en pesimista ante situaciones límite.

Una bala silba cerca de mi oído y se estrella contra el roble. Estos cabrones están volviendo a disparar.

Intento incorporarme un poco y gatear con la esperanza de avanzar más rápido aunque exponga mi trasero en mayor medida.

Ya estoy en el límite del hoyo. Todo ha terminado por fin.

–¡Alto! – escucho una voz ronca y noto el frío del cañón de un fusil en mi cogote.

–No dispare– grito con desesperación.

–¿Dónde iba usted con tanta prisa, comandante? – pregunta burlonamente un sargento de la Policía Militar mientras se relame como un sabueso. Hoy debe ser un día grande para este cazador de hombres, ha dado con un oficial escapando del frente.

Me incorporo, tiro mi pistola y levanto las manos.

–Pues me estaba cagando y buscaba un buen agujero en donde echar la mona. Un oficial no debe defecar en mitad del campo mostrando el trasero a toda la tropa que desfila por la carretera. –

–¡! Esta sí que es buena, me la apunto. Nunca había escuchado una cosa tan patética de un desertor cobarde. – dos soldados más que van con él ríen a carcajadas mientras me apuntan con sus armas.

–¿Dónde está la zorra esa que huía con usted. También ella debe recibir su merecido. –

–¿Qué zorra? ¿Acaso cree que corría acompañado de su puta madre, sargento? –respondo irresponsablemente.

El tipo me golpea con la mano del revés. La hostia hace que mi cabeza gire casi trescientos sesenta grados.

Con cierto disimulo intento andar un paso hacia atrás y caer en el agujero salvador.

Lo consigo sin mayor problema. Pero el tiempo parece que avanza mucho más lento de lo normal y diría que caigo tan a cámara lenta que juraría que floto en el aire en lugar de caer al vacío.

Un soldado dispara y siento un profundo dolor en el hombro. Sin duda me apuntaba al corazón pero al dejar caer mi cuerpo, me ha alcanzado más arriba.

Para mi sorpresa, compruebo estupefacto que estoy tumbado en el fondo del hoyo de metro y medio de hondo. Algo ha fallado. Los policías se acercan apuntándome con sus fusiles.

Los tres se asoman al cráter de obús en el que he ido a arrojarme. ¡Mierda esto no es el foso de escape!

Observo que sus bocas dibujan una grotesca sonrisa de asesino. Sus caras son la viva imagen de Satanás bajo ese casco que daría el aspecto de un criminal al rostro de cualquier santo.

Me pongo en posición fetal cubriéndome la cabeza. Es una tontería porque me ponga como me ponga, las balas harán su trabajo, pero el instinto de supervivencia es así de raro.

Mi hombro izquierdo sangra y el dolor va en aumento pero todo eso ya no importa, mi cerebro espera aterrado al inicio de mi ejecución.

Gimoteo como un niño y si no fuera porque he hecho de vientre en el convento antes de partir, llenaría este asqueroso cráter de mierda.

–¡Quietos todos! Tirad vuestras armas al suelo. – escucho la voz de mi Mari procedente de alguna parte mientras escucho un disparo de pistola.

Los hombres quedan paralizados, dejan caer sus fusiles y levantan las manos.

–Alejaros del comandante. Os advierto que se disparar este chisme y que no voy a dudar en hacerlo. –

¡Ole tu coño! Pienso con tal fuerza que creo que incluso se debe escuchar a través de mi cráneo.

–Eres un tonto de los cojones. Cuando te canses de hacer el payaso sal de este agujero ¿No te has dado cuenta de que no es el verdadero zulo de escape? –

–Yo qué sé, mujer, aquí hay tantos hoyos que es difícil acertar a la primera. –

–Te has equivocado de agujero, tontaina. Eso es un cráter de obús. – me dice mientras la miro como si fuese un fantasma.

Salgo como puedo. La escena que contemplo me deja sin respiración. Allí está mi mujer apuntando a estos tres sujetando una pistola con las dos manos y apuntando a todos y a ninguno.

–¿Qué haces todavía aquí? Deberías estar ya en Philadelphia. –

–Salvándote el pellejo. ¿Qué habría sido de ti sin mí durante todos estos años. Ya lo decía mi madre: “Ten paciencia, María, tu marido es gilipollas pero cuídalo mientras te dure.”–

Recojo mi pistola que he dejado caer antes al suelo mientras me detenían.

–Está bien, ya hablaremos. Ahora lárgate antes de que las cosas empeoren. –

La veo saltar al auténtico agujero. Esta vez me aseguro de que ha desaparecido mirando el interior con el rabillo del ojo mientras no dejo de vigilar a los policías.

–Al primero que se mueva le dejo seco. Den la vuelta y lárguense inmediatamente de aquí sin bajar las manos. No estoy de broma. –

Los hombres obedecen. Durante tres o cuatro segundos les dejo alejarse y después disparo al aire para que corran como locos.

Me duele mucho el hombro y sangro. Nunca he soportado bien el ver mi propia sangre y temo desmayarme. Tengo que darme prisa.

Salto al hoyo verdadero. La puta máquina de Anthony hace su trabajo. Todo se vuelve negro y parece que entro en un túnel siniestro.

Creo que los policías han vuelto al agujero con la intención de liquidarnos a los dos.

–¿Dónde coño se han metido esos hijos de perra? –Les escucho como un eco muy lejano mientras la oscuridad y el vértigo del retorno actúan sobre mi como un bálsamo tranquilizante.

La luz cegadora se abre paso impidiéndome abrir los ojos correctamente. Estoy deslumbrado pero escucho la desagradable voz de Anthony diciéndome no sé qué.

Estoy tan contento de volver a esta silla de barbero rodeada de espejos y comprobar que este científico loco está a mi lado que me lo comería a besos.

Y hablando de comerse a alguien a besos:

–¿Dónde está mi mujer? ¿Se encuentra bien? – pregunto con tanta angustia repentina que apenas puedo yo mismo entender lo que digo.

–Tranquilo, JuanVi, está fuera esperándote. Ha llegao sin problemas, zana y zarva. –

No puedo esperar a que termine de desatar mis correas e intento desabrochar una de ellas pero mi hombro me duele como nunca.

–¡Jezús! ¡Pero si estás herío!– exclama.

–Un balazo en el hombro, poca cosa, dadas las circunstancias. –

–Me vas a poner perdío de zangre er sillón, picha. –

–Pues eso no es nada, espera a que me lie a hostias con tu cara y te reviente las narices, cabrón. –

Ohú, parece que se te han subío los galones, desaborío. Vienes vestío de coroné o lo de lo que zea eze uniforme. Si no recuerdo mal te fuiste de aquí como zordao razo.–

–Cuando te dirijas a mí, llámame comandante, me lo he ganado. –

Mis correas están ya desatadas, me pongo en pie y entre los nervios por ver cómo está mi mujer y la pérdida de sangre, me desmayo definitivamente.