Mari tiene un enfado de tres pares de cojones. He dormido en una especie de sofá tan incómodo que estoy más cansado que cuando me acosté.
Las luces del alba iluminan a medias la ventana. Me pongo en pie y busco en la cocina algo de café.
Mierda, no hay nada en la despensa y yo, hasta que no desayuno, no soy persona.
Me asomo a la habitación en donde Mari duerme todavía. Procuro no despertarla. Para ella todo esto también ha debido ser agotador.
Subo al desván y voy bajando las cajas de cartón que coloco una a una en el coche. El esfuerzo me ha hecho sudar. Hoy hace un día radiante y la primavera nos saluda con un sol naciente verdaderamente hermoso.
Cuando he terminado, despierto a mi mujer. Me mira con ojos de sueño hasta que se da cuenta de dónde está.
–¿Has dormido bien? – me pregunta al fin con cierta ironía.
–Estupendamente. Es una pena que no nos podamos llevar el sofá este a Philadelphia, es cojonudo. – le respondo con retranca.
–Sí, es una lástima. – ella siempre tiene que quedar con la última palabra.
–Tenemos que hablar ¿Verdad? – le digo mientras me siento en su cama.
–No hay nada de qué hablar. Pero igual que te digo una cosa te digo la otra: si vamos a seguir en este asunto de viajar en el tiempo, yo te acompañaré en todos los viajes. Tus hazañas de Don Juan se han terminado ¿Está claro? –
–Como el cristal. Pero eso no depende de mí. Será Mister Patterson quien deba decidirlo. –
–Pues si se niega nos volvemos a España y que le den por el culo. –
–Así será. ¿Entonces me perdonas, cariño? –
–No, te lo tendrás que ganar.–
Abandonamos la casa. El motor del coche suena como si gruñese por hacerle transitar por estos caminos dejados de la mano de Dios. Con cada bache el contenido de las cajas resuena como un sonajero.
Tras una curva traicionera nos vuelve a sorprender el sargento de la Policía Militar que nos detuvo en la ida. Levanta su brazo para hacernos el alto.
–¿Qué le pasa, sargento, no me reconoce? – le digo cuando se acerca hacia mí.
–Sí, mi comandante. Espero que haya tenido un buen descanso. Lo va a necesitar cuando vuelva a su posición. Los franceses han iniciado una ofensiva a gran escala. –
–Lo sé, vuelvo del Cuartel General. Todos los permisos han sido suspendidos. Parece que esta vez los franchutes van en serio. –
–¿Qué lleva usted en esas cajas? Tendré que inspeccionarlas –
Quedo paralizado y sin saber reaccionar. No tengo un plan para este imprevisto.
Mari se ha dado cuenta de que no voy a ser capaz de salir de este embrollo y toma las riendas. Mi cerebro de libélula no es suficiente para pensar algo en este momento crítico. Si las abre y descubre lo que contiene nos tomará por saqueadores y estaremos bien jodidos.
–Imposible, son las nuevas armas químicas que me han ordenado probar en el frente. El simple hecho de abrir cualquiera de ellas sin saber manipularlas puede suponer la muerte instantánea. – le dice mi Mari muy seria al sargento.
El tipo no se fía pero se separa un par de pasos del coche como medida de precaución.
–¿Y la enfermera qué pinta en todo esto? – se dirige a mí que la miro con una mezcla de sorpresa y alivio.
–No es una simple enfermera. Ella es una experta en armas químicas y se encarga de supervisar que el transporte se realiza como es debido. –
–¿Y por qué no las llevan en un camión vigiladas por soldados? –
Este tipo ya se está poniendo más pesado de la cuenta. En el fondo creo que disfruta haciendo perder la paciencia a todo un comandante.
–En el coche van más seguras. Fíjese si son importantes y peligrosas que yo misma me encargo de transportarlas. No me fio ni siquiera de los mejores conductores. Además no queremos poner en peligro a los muchachos que tuvieran que viajar con ellas.– Mari se desenvuelve bien con este sujeto.
–¿Y cómo es que las lleva en cajas de cartón? ¿Si son tal peligrosas no deberían ir perfectamente selladas en embalajes de acero?
–¡Visto un tonto, vistos todos!– exclama mi Mari mientras le muestra una tira de aspirinas que ha traído no sé cómo desde nuestro tiempo y que están envueltas en su plástico que ha sacado de su bolso de campaña –Esto es lo que hay en las cajas. Son de cartón porque este material absorbe mejor las vibraciones. Si las lleváramos en cajas de metal se romperían los envases ¿Me comprende? –
Hoy mi Mari está sembrada.
–¿Y qué? – pregunta el sargento sin entender nada de nada y sin fiarse todavía.
–¿Cómo que y qué? Esto es Ácido Acetilsalicílico ¿Tiene usted idea de lo que significa? – responde muy seria.
–Claro que lo sé ¿Me toma por estúpido, señorita? – el hombre, en su absurda arrogancia no quiere de ninguna manera quedar por ignorante aunque no sepa de lo que le está hablando.
–Entonces sabrá que si extraigo una sola pastilla de su envase no quedará rastro de vida en cincuenta metros a la redonda ¿O no se lo enseñaron en la clase de química del instituto? – dice mientras hace como si fuese a sacar una pastilla.
–¿Está usted loca, enfermera? ¡No lo haga!–grito para ayudar en el teatrillo en que se ha convertido esta situación.
–¿Cómo ha dicho? ¿Ácido qué…?– el tipo se aleja un par de pasos más de nuestro auto.
–Su nombre en clave es “Aspirina” pero eso no le importa. Es Alto Secreto. Usted es un simple policía que no necesita saber nada acerca de la investigación científica. Mantenga la boca cerrada sobre este asunto, sargento– He de reconocer que mi Mari sabe mentir tan bien, o mejor que yo.
–Es usted un estúpido que está acabando con mi paciencia. ¿Nos va a dejar continuar con nuestro camino o tengo que liquidarle sobre la marcha?– intervengo tajantemente sacando mi pistola de la funda.
–Sólo cumplo órdenes, mi comandante. Nunca nos dijeron nada acerca de todo esto. –
¿No ve que estamos tratando de cosas secretas? Debería fusilarle por interrumpir la victoria con su manía de meter las narices donde no debe, sargento. Esto es un asunto de alto secreto militar.–
El hombre indica a un soldado que levante la barrera que han colocado en mitad de la carretera embarrada.
–Buena suerte, mi comandante. Creo que sería conveniente que un par de motoristas le escoltasen. Si eso es tan peligroso como dice, no debería usted exponerse a una emboscada de partisanos. No podemos arriesgarnos a que esas cosas tan venenosas caigan en su poder. –
–De acuerdo, póngame inmediatamente una escolta. No es mala idea y es absolutamente vital que regrese cuanto antes a mi Puesto de Mando. Dese prisa, ahí delante hay una guerra que nos espera a esta señorita y a mí ¿Sabe?–
Dos motos nos abren camino. Es una suerte que el sargento haya pensado en eso. Ahora el regreso a la abadía será mucho más seguro y nadie nos detendrá a pedirnos los puñeteros papeles, salvoconductos y órdenes de desplazamiento.
Nos relajamos un poco, todo ha salido bien. De mi frente brotan gotas gruesas de sudor y he apretado tanto el culo para no cagarme que creo que tendré agujetas. Mi Mari está pálida y su mano tiembla mientras vuelve a meter las Aspirinas en el bolso.
–¡Ole tu coño, cielo! Sin ti no habría salido de esta. ¡Aspirinas! ¡Hay que joderse! –
–Para cuando puedas, me estoy meando. – me dice con un hilillo de voz. Está tan asustada como yo.
El viaje continúa sin complicaciones. Los motoristas de la escolta nos han abierto paso entre multitud de soldados y vehículos que circulan por la carretera hacia el frente. El cielo comienza a cubrirse de tonos oscuros mientras volvemos a escuchar el sonido del cañón. ¡Qué familiar suena después de varios días de silencio! Volvemos al frente, amigo.
Aparco el coche en la puerta del convento. Uno de mis capitanes se acerca y me saluda. Apenas le devuelvo el saludo. Algo me llama poderosamente la atención.
Su cara parece grisácea y tiene el aspecto de una máscara sin sentimientos. Juraría que ha envejecido años enteros durante estos pocos días. El resto de los muchachos con los que me encuentro actúan como si ya sólo fueran autómatas sin rastro de emoción humana.
Algunos tiemblan como si no tuviesen huesos y babean mientras intentan hablar con frases incoherentes. Conozco esa patología, es el vértigo del frente que vuelve loco al más cuerdo.
El miedo, el hambre, el frío y la falta de estímulo para vivir convierte a un ser humano en una piltrafa irrecuperable. Ellos no lo saben todavía pero hace ya mucho tiempo que su alma les abandonó y son verdaderos muertos ambulantes.
–Hemos sufrido cuatro ataques brutales. – me dice el capitán– Tenemos centenares de bajas, pero el enemigo ha sido rechazado. Necesitamos munición y más hombres para cubrir las pérdidas. –
–Los refuerzos vienen en camino. Les he visto en la carretera en dirección a estas posiciones. Enhorabuena, capitán. Ha hecho usted un buen trabajo. –
–Es urgente que tome usted el mando inmediatamente, mi comandante, sabemos por los franceses capturados que mañana preparan otra ofensiva a gran escala. – me dice mientras se saca un piojo de entre su cabello y lo tira a la llama de una vela. La bestezuela parece desaparecer con un leve estallido.
–Lo haré, capitán, pero primero tengo que resolver otro asunto. Descansen un poco, sin duda se lo han ganado a pulso. –
Ordeno a un cabo que pasa por aquí que busque a un par de hombres y me ayuden a introducir las cajas en el convento.
–¿Dónde está Sor Chochette? – pregunto a la vieja monja que siempre parece estar de guardia en la puerta.
–En sus aposentos. Ha pasado toda la noche rezando en la capilla y está muy cansada. La guerra está acabando con el ánimo humano pero no con la fe en Dios. –
–Gracias, necesito verla inmediatamente. –Mari y yo recorremos a buen paso los pasillos seguidos por los soldados que transportan las cajas de cartón.
Llamo a la puerta de la abadesa.
–¿Quién es? Estoy ocupada. – su voz suena rara.
–Comandante Gillempollenn ¿Puedo entrar? – No espero su permiso y abro la puerta decididamente.
La mujer está sentada en su butacón con los brazos apoyados en la mesa en donde descansan dos botellas de vino vacías y un cenicero completamente lleno, para compensar.
–¿Qué quiere usted ahora? ¿No le he dicho que estoy ocupada en asuntos importantes? –
–No, Madre, lo que está es borracha como una cuba. –
La mujer rompe a llorar.
–¿Y qué quiere? Ya no aguanto más. Esta guerra es el fin del mundo y por mucho que invoco la presencia de Dios para que la detenga, o no me escucha o no le da la gana dejarse caer por aquí. –
–¿Ha habido alguna novedad de la que tenga que estar informado? –
–Poca cosa, salvo tres violaciones.–
–¡Maldita sea! ¿Quién ha sido? Lo van a pagar caro. –
–No es culpa de sus hombres, en líneas generales se han comportado. Han sido mis hermanas, después del incidente entre Chominé y su sargento, se han debido creer que todo el monte es orégano. –
–¡Joder! Esta condenada guerra está poniendo patas arriba al mundo conocido.! –
–Sí, parece que cuando pensamos que el fin está tan cerca perdemos los principios y llega el momento de aprovechar el tiempo para hacer lo que siempre dejamos pendiente para otros momentos. –
–Vamos, tranquilícese. Precisamente le traigo algo que le va a encantar. Como dicen ustedes, Dios escribe recto con renglones torcidos. –
La mujer se percata de la presencia de mi Mari en el umbral de la puerta.
–Pues sí que escribe torcido, sí. ¿Y esta tiparraca es lo que me has traído que tanto me iba a encantar? –
–Yo también te quiero, guarrindonga– le responde mi Mari sin cortarse en absoluto.
Hago una seña a los soldados para que introduzcan las cajas en la habitación.
–Creo que esto es suyo, Sor Chochette. Hemos arriesgado la vida para entregárselo. Como verá usted, no todo el ejército alemán está compuesto por ladrones.
La abadesa se abalanza sobre las cajas. La borrachera se le ha pasado como por arte de magia. Durante unos segundos escarba y escarba entre las cosas.
–Gracias, Dios mío – dice levantando la vista hacia el techo– ¿Cómo es posible? – me pregunta al fin.
–No voy a entrar en detalles, simplemente considérelo un milagro. –
–¿Y mi monjita recién casada? ¿Sabe algo de ella? ¿Está bien?–
–Perfectamente ¡Y agárrese, Chominé está en estado! –
Unos obuses estallan a poca distancia. La abadesa se asoma a la ventana para observar las nubes de humo que han levantado.
–¿Embarazada? – me dice– Ya lo ve, comandante, pese a todo, la vida se abre paso. –
–¿Ha tomado ya una decisión acerca de largarse de aquí? –
–Sí, ya le dejé claro que no nos moveremos de este lugar. Hay muchos soldados heridos que necesitan de nuestros cuidados y no solo los físicos, también tienen graves heridas en el alma. –
–Respeto su decisión, nada que objetar. Ahora guarden todo esto en algún lugar seguro. No sé exactamente qué les robaron pero supongo que estará más o menos todo.–
–Sí, he comprobado que lo más valioso está en esas cajas. Si falta algo no será excesivamente grave. –
Súbitamente las miradas de las dos mujeres se cruzan como preludio a un combate que quedó en tregua.
–Debo disculparme con usted, María. – dice la abadesa acercándose a mi Mari. –Yo no sabía que este hombre es su marido y como mujer usted sabe que la carne es débil y el Diablo siempre ataca por caminos pecaminosos. Además, es tan atractivo…–
–¿Atractivo? Bueno, eso va a gusto de cada cual, aunque sí, tiene su puntito. –
–¿Entonces pasamos página? Créame que lo siento.–
–¿Qué remedio? Acepto sus disculpas. Además, usted no tiene toda la culpa, este truhan siempre está en celo y le gustan más las faldas que a un vegano las lechugas. –
–¿Qué es un vegano? – pregunta la otra.
–Un fulano que se alimenta de hierba. Así son las cosas, unos se las comen y otros se las fuman. – dice señalando al cenicero.
–¿Entonces estamos en paz de Dios, hija mía? –
–Sí, pero no me llame hija, dadas las circunstancias es como si este marrano técnicamente se hubiese acostado con su suegra.–
Ambas se sonríen y terminan fundiéndose en un abrazo.
¿Quién entiende a las mujeres? Que levante la mano aquel desgraciado que piense que son fáciles de comprender.