Capítulo 26

Confesión

En una de las casitas, un grupo de borrachos desafinados está cantando “Alte Kameraden”, una marcha militar muy popular y con un ritmo marcial realmente hermoso si no fuera porque estos gañanes la están destrozando con sus graznidos alcohólicos.

Abro la puerta de golpe pero, salvo algún soldado medianamente sobrio, nadie repara en mi presencia. Sin embargo, es entrar mi Mari y un concierto de silbidos de admiración termina con la marcha.

Un cabo que apenas puede mantenerse en pie me toma del hombro.

–¿Qué haces aquí, Her comandante? Esta es una casa decente habitada sólo por la tropa, la columna vertebral del glorioso ejército alemán. Vallase por donde ha venido y busque alojamiento en alguna choza para oficiales. –

Si no fuera porque ya hay dos energúmenos acechando a mi mujer, le diría cuatro palabritas a este imbécil ¿Cómo se le ocurre hablar así a un superior?

–¡Firmes todo el mundo! – grito tan fuerte que incluso yo mismo me asusto.

La mayoría se pone en pie trabajosamente e intentando mantener el equilibrio. Otros no lo consiguen y permanecen sentados sobre una mugrienta alfombra o sillones destartalados.

–¿Qué mosca le ha picado, Her comandante? Estamos de permiso. – dice alguien desde algún rincón.

–No pretendo interrumpir la juerga, sólo busco a un corneta. –

–¿Un corneta? Pues si yo fuese acompañado de esta criatura lo último que se me ocurriría es tocar la cuerna. – dice otro señalando a mi Mari para cachondeo general.

–No seas bobo, Schultz, este tipo es un oficial refinado. Nada mejor que la música para echar un buen polvo. O también es posible que le gusten los músicos a la hora de fornicar ¿Quién sabe? –

–¡Silencio! No sé dónde han recibido ustedes la instrucción militar  pero les aseguro que van a aprender a tratar con el debido respeto a sus jefes, en especial a mí.–

–Escuche, mi comandante.– me dice uno que se acerca tambaleante con una botella de ginebra en la mano– No hay que enfadarse por estas cosas. Al fin y al cabo todos estamos en el mismo barco. Relájese, no es el momento de jugar a los soldaditos. –

–Está bien, Pero vuelvo a repetir que busco a un corneta. –

–¿Qué pasa? ¿Qué no puedes tu solito con la chica y quieres que le arree un buen empujón un músico? Yo tocaba la flauta en el colegio, igual puedo servirle. –

No aguanto más. Saco mi pistola y apunto a todos y a ninguno. Se hace el silencio total.

–Hoy ha llegado un chaval nuevo. A lo mejor tienes suerte y sabe tocar. ¡Qué raros sois los jefazos, por Dios! –

–¿Dónde está? –

–En esta puta guerra, como todos. –dice haciendo un amplio ademán con sus brazos.

–Eso ya lo imagino, gilipollas. ¿Está en esta casa?–

–¿Quién sabe? Busque en alguna habitación. Tal vez tenga usted suerte y lo encuentre acostado en algún camastro.

La casa tiene cuatro habitaciones. Abro bruscamente todas las puertas una a una. Soldados completamente borrachos duermen en camastros cochambrosos o directamente sobre el suelo.

Pero por fin, en una de ellas, descubro a Türuten. Está jugando a los dados con otros tres sentado en una alfombra y sin botas.

Los soldados me miran estupefactos. No saben si ponerse en pie y cuadrarse militarmente ante mí o ignorarme. –

–¡Gillempollenn!– exclama sorprendido al verme en el umbral de la habitación.

–¿Dónde está Stupiden? Te ordené que no le perdieses de vista. –

–En la casa de al lado. Los suboficiales han tenido el detalle de dejársela enterita para su luna de miel. Me ordenó que me largara de allí. Por lo visto, quería estar solo para guarrear con su esposa.–

–Descansen, caballeros y disfruten lo que puedan de sus días de permiso. Pronto volverán al frente, es inevitable. El jaleo va en aumento cada vez más. –

Todos se relajan y continúan con sus juegos. El olor a pies, sudor y humanidad inunda la habitación cuya ventana permanece escrupulosamente cerrada para que no se escape el calor.

–¿En cuál de todas estas casas está ese rufián de sargento? –

–Es fácil, la tercera casa al final de esta calle. No tiene pérdida, no existe una cuarta casa. – me contesta el chaval.

Algo ha debido ocurrir mientras hablaba con el corneta porque un hombre está tendido en el suelo, con la cabeza sangrante y una botella de ginebra completamente destrozada a su lado. Miro a mi Mari como pidiéndole explicaciones.

–Se acercó a mí más de la cuenta. – responde como si toda esta locura fuera la normalidad absoluta.

Salgo con ella al frio de la noche. A través de una de las ventanas se escapa algo de luz de en donde debe estar este hereje con galones. El resto de ventanucos permanecen en completa oscuridad.

–¿Qué vamos a hacer? No veo adecuado interrumpir la fiesta de estos dos. Mañana será otro día. – me dice.

–Mañana es tarde. Necesito saber un par de cosas ya. No podría dormir sin despejar mis dudas. Quiero escapar de esta puta guerra lo antes posible. Cada hora que pasamos aquí me parecen siglos.

–Bueno, si en la casa sólo están estos dos, podremos instalarnos en alguna habitación nosotros también y descansar un poco. Lo necesitamos. –

Intento abrir la puerta pero está cerrada. Golpeo con mi puño pero nadie sale a abrir. Al final consigo abrirla de una patada.

Entro en la habitación en donde estos dos están haciendo lo que se supone que deberían hacer. La novia se asusta de tal modo ante mi repentina aparición que emite un grito de pavor. Ambos se arropan con una sábana para ocultar sus vergüenzas.

El sargento me mira como si estuviese ante la presencia de un fantasma grotesco.

–¿Qué haces aquí, Gillempollenn? ¿Y qué forma es esta de molestar a la gente decente? – me grita.

–¿Gente decente? Vístase, sargento. Tengo que partirle la cara pero no quiero hacerlo a un hombre en pelotas, es una cuestión de principios ¿Sabe? –

–¿Qué mosca te ha picado? He cumplido escrupulosamente tus órdenes. Los prisioneros han sido entregados al general en persona, tal y como se me encomendó  y me he tomado un par de días libres para gozarlos con mi esposa en esta especie de paraíso de la paz. ¿Es eso algo malo? –

–¿Nada más? –

–Sí, me has estropeado un polvo que tenía toda la pinta de ser histórico. Eres un aguafiestas de tomo y lomo, mi comandante. –

–Tengo entendido que llevabas en el camión ciertas cajas de “medicamentos” ¿Qué tienes que contarme con respecto a eso? –

Por un momento palidece desconcertado.

–¿Cajas? ¿Qué cajas? – pregunta al fin sin levantarse de la cama.

Le agarro de una de sus orejas y le saco del camastro.

–¡Vístase, sargento! Vamos a dar una vueltecita y fuera hace frío. –

La ex monja llora del susto y de vergüenza.

Cuando el mequetrefe de Stupiden está convenientemente vestido, mi Mari entra en la habitación y se sienta junto a la otra mujer para consolarla. Su llanto va en aumento.

–No te sulfures, los hombres son muy raros. Cuando lleves unos cuantos años casada te darás cuenta. Son tan primitivos que nosotras ya somos incapaces de comprenderlos. Es como si tuviésemos sistemas operativos distintos y cada vez más incompatibles.–

–¿Qué le pasa a tu marido el comandante? Parece que se ha tomado como afición entrar en habitaciones ajenas. Para mí que es un mirón. ¿No le das lo suyo de vez en cuando?–

–Pues claro. Y además se toma sus libertades cuando no estoy. Este sinvergüenza, cada vez que hace un viaje en el tiempo se pone las botas con unas y con otras? –

–¿Sistemas operativos, viajes en el tiempo? ¡Qué raro hablas, querida! ¿Qué me estás contando? –

–Cosas mías, no te preocupes. –

Estamos los dos en plena calle. Una neblina primaveral, pero casi helada, nos rodea. Enciendo un cigarrillo y le ofrezco otro a Stupiden.

–Pues tú dirás, Gillempollenn. Pero te advierto que tus insignias de comandante no te dan derecho a meter tus morros en mi vida íntima. ¿Dónde está tu camaradería después de todo lo que hemos pasado juntos?–

–¿Qué has hecho con esas cajas? Y te advierto que no te andes con rodeos. Sé lo que contienen. –

–¡Y dale con las putas cajas! Las tiré por el camino. Los heridos estaban en buenas condiciones y no hacían falta. Además, ocupaban mucho espacio en el camión.–

–¿Me tomas por gilipollas? –

–¿Acaso no lo eres? – responde con desparpajo.

Le agarro por las hombreras de capote de invierno y le levanto a casi un palmo del suelo.

–No voy a perder el tiempo contigo. De sobras sé que no eres más que un ladrón que se apoderó de todo lo que las monjas tenían escondido en el sótano ¿Vas a confesar? Te advierto que a estas alturas ya no le hago ascos a ir cortándole los huevos a la gente. –

Lo suelto de golpe y cae al suelo como una marioneta destartalada.

–Tú mismo lo dijiste en el convento: Me he casado con una mujer extranjera a la que todavía no entiendo cuando me habla, estamos en plena guerra y soy pobre como una rata. ¿Qué podía hacer? –

–Reconoce que no está bien lo que has hecho. Las hermanas se han portado bien con todos nosotros y han ayudado a decenas de heridos a recuperarse o morir en la Paz de Dios ¿Y así se lo pagas? – le digo mientras le ayudo a levantarse del suelo.

–Escucha, comandante de pacotilla, yo era empapelador de paredes antes de la guerra. Me alistaron a la fuerza, me dieron un uniforme militar, me enseñaron a prender fuego a la dinamita y me enviaron a este matadero. Visto lo visto, permanezco vivo de milagro. Pero he conocido el amor verdadero con mi monjita y he tenido mi oportunidad de desaparecer con ella y con una gran fortuna. He aprovechado la ocasión que me ha ofrecido el destino, eso es todo. –

–¿Ella lo sabe? –

–Sí. Y tras pensarlo un poco, estuvo de acuerdo conmigo. –

–Vale, lo único que te queda por contarme es donde has escondido las cajas. Dímelo y asunto terminado. –

–¿Para qué quieres saberlo? ¿Vas a devolverlas a las monjas? ¿O tal vez quieres quedarte tú con ellas? –

–Sólo siento curiosidad. He venido a esta guerra para eso. –

–Te advierto que podemos salir los dos de aquí con una considerable fortuna. Estoy dispuesto a darte el veinte por ciento. Has sido un buen colega de armas y te lo mereces. –

–No quiero nada. Pero si no me dices dónde las has escondido, interrogaré a tu esposa. Contigo no tengo ya nada de qué hablar. No eres más que lo peor de este puto ejército alemán. –

–Pierdes el tiempo. Ella no sabe dónde las he ocultado. Nada sacarás en claro. Sólo yo conozco el punto exacto en donde las guardé por si no podía llevármelas ahora. Además, no me termino de fiar aun de mi mujer. Es cierto que folla bien pero no deja de ser una francesa y además sigue teniendo alma de monja todavía. Volveré después de la guerra a recuperarlas. Un plan improvisado pero efectivo. –

–¿Y dónde se supone que ibais a escapar? Porque te recuerdo que eso es deserción castigada con la horca. –

–A Suiza. Es un lugar estupendo en donde se habla alemán en muchos sitios y la guerra no existe. Después, escaparíamos a España. Allí hace mejor clima y ya estoy hasta los cojones de pasar tanto frío. Esos comedores de naranjas saben tratar a un hombre rico.–

–¿España? No te lo aconsejo. En diez años allí habrá otra guerra tan asquerosa como esta. –

–¿Ya tenemos aquí al profeta? ¿Y tú como lo sabes? –

–Lo sé. Ya lo verás. Una guerra civil arrasará el país. Un general con más culo que espalda va a poner patas arriba a todo el país.–

–Entonces recuperaré las cajas y volveré a Alemania. ¿Qué más da? Lo importante es que tendré los bolsillos llenos y podré emprender una vida sin estrecheces con mi esposa Chominé. –

–¡Ni se te ocurra! En Alemania se desencadenará una guerra que asolará toda Europa. Muchos de los que lucháis ahora aquí volveréis a ser alistados para ser enviados a la muerte en el frente europeo o ruso. No vuelvas a Alemania. –

–Eres un embustero. ¡Joder, solo sabes hablar de calamidades! ¡Vete a la mierda, Gillempollenn! –

La conversación se está alargando sin sacar nada en claro. Extraigo mi pistola y le apunto con decisión.

–¿Vas a decirme dónde has escondido las cajas o no? –

–No eres más honrado que yo ¿Te das cuenta? A ti también te ciega la idea de apoderarte de ellas. Pero no vas a dispararme: si me matas no conseguirás nunca saber dónde las escondí.–

–Te equivocas, simplemente quería ver en ti un signo de arrepentimiento y de decencia. Pero puedo averiguarlo por mí mismo.–

–¿Ah sí, tío listo? ¿Y cómo es eso? –

Türuten. Él sabe dónde has estado en todo momento. No te ha perdido de vista. Yo mismo le ordené que lo hiciera. –

–¡El puto crío! ¿Y si ya sabías que había robado a las monjas por qué no me impediste salir del convento y detenerme allí mismo? –

–Porque esas cajas debían ser robadas. La historia es la historia. –

–Estás completamente loco, ahora lo veo claro. ¡La historia! ¿Qué historia? ¡No me hagas reír! ¡Ah sí, recuerdo que me hablaste de un nieto mío que era teniente coronel o algo así! ¡Estás como una puta cabra!–

–Volvamos dentro. Hace frío aquí y sospecho que no me vas a contar lo que necesito saber. Ya pensaré que hacer contigo. –

Las dos mujeres están en el saloncito. Han preparado café caliente y el aroma inunda toda la casa.

Chominé, no me andaré con rodeos. – le digo en francés.

–¿Qué quiere usted de nosotros, comandante? –

–De sobra lo sabes. ¿No te da vergüenza hacer lo que has hecho? –

–¿Por qué debería tener vergüenza? Usted mismo nos casó. ¿Ya no se puede una acostar una con su esposo sin tener que estar pendiente de que asome por la puerta un gilipollas? –

–¿Qué estáis hablando con mi mujer? – interviene Stupiden que sigue sin saber ni papa de francés.

–Escucha, cariño. – me dice mi Mari– Chominé tiene una falta. Me lo  ha dicho hace un momento. –

–No, una falta no. Lo que tiene es tarjeta roja. – le respondo mientras miro a la novicia.

–Creo que no me has entendido, como siempre. La chica está embarazada. –

–Bien, por lo menos veo que este granuja ha cumplido con su tarea. Por un momento he llegado a pensar que su nieto era adoptado. –

–¿Qué nieto? – ahora la que no entiende nada es Chominé.

–¿Qué pasa, cariño? ¿Qué te están diciendo estos dos? – Stupiden se sienta junto a ella y la abraza. Pero la chica tampoco entiende lo que el sargento le está preguntando en alemán.

–¿Quiere usted hacer el favor de callarse, sargento? Estamos hablando de cosas importantes. Y… Enhorabuena.–

–Mi mujer no le dirá nada de nada. Las cajas estarán a salvo en cuanto tenga la ocasión de liquidar a Türuten, esa especie de chivato soplador de tubos. –

–No vas a tocar un solo pelo del muchacho ¿De verdad serías capaz de matarle a cambio de hacerte rico? ¡Eres un criminal! –

–¿Y tú qué? Solo un degenerado ordena espiar a un compañero de armas, eso es mil veces peor.–

–No me ha faltado razón para vigilarte ¿No crees? Además, tampoco ganarías nada cargándote al chaval. Está claro que las has ocultado en algún lugar entre el Cuartel General y esta aldea. Es cuestión de tiempo que dé con ellas sin necesidad de nadie. –

–Pues adelante, tienes todo el bosque para comenzar a buscar, pero entonces tendrás que eliminarme a mí. No pienso consentir que me robes, imbécil.–

Los motores de dos vehículos retumban en la calle y un griterío se apodera poco a poco del silencio. Algo debe estar ocurriendo.

La puerta de nuestra casa se abre de golpe y aparecen dos Policías Militares con sus fusiles preparados. Un teniente entra sin contemplaciones. Al verme me saluda sin ganas.

–Los franceses han  iniciado una gran ofensiva, mi comandante. Todos los permisos han sido anulados. Tienen orden de volver a sus Unidades de Combate. –

¡Joder, justamente ahora que estaba ya todo casi atado! Pero no hay más remedio. Estos policías son los psicópatas del ejército. En el fondo desean que nos neguemos a obedecer para ejecutarnos sin piedad. Son el germen de las futuras SS de Hitler.

Salimos todos a la calle. Los soldados están comenzando a formar con desgana y completamente desmoralizados. Türuten se acerca a mí como buscando la protección de un padre. Con el rabillo del ojo veo que Stupiden le lanza una mirada asesina.

Allí hay unos sesenta hombres entre oficiales, suboficiales y tropa. Pertenecen a distintas unidades: ingenieros, artilleros, tres de caballería y, sobre todo, infantería. Yo soy el de mayor rango militar. Debo tomar el mando de esta gente que gruñe con rabia.

–Ya han oído, deben incorporarse a sus Unidades de Combate. Suban a sus camiones y… buena suerte, caballeros. Rompan filas.–

No ha sido un discurso bonito ni lleno de patriotismo pero, en el fondo, no he podido hacer otra cosa que ordenar a esta gente que vuelva a retomar su cita con la muerte.

–Nosotros le escoltaremos, mi comandante. – me dice el oficial de policía.

–No es necesario. – le contesto al mismo tiempo que todos nos lanzamos al suelo. Es un acto reflejo de soldado veterano: un disparo ha sonado en la noche.

–¿Qué coño ha  pasado aquí? – pregunta el teniente de la Policía Militar mientras se pone cautelosamente en pie.

–Han matado a un chico. – escucho decir a alguien.

Todo el mundo está desperdigado. Pero en mitad de la calle, un soldado menudo está tendido en el suelo. ¡Türuten!

Me come la rabia. Nunca debí perder de vista al muchacho estando Stupien tan cerca. Indudablemente le ha cerrado la boca para siempre y su secreto permanecerá intacto.

Mari le atiende como puede. Da órdenes a un par de soldados para que le ayuden a meterlo en la casa y socorrerle debidamente.

–¿Quién coño ha disparado? – escucho al policía gritar a la muchedumbre.

–Ha sido este. – dice alguien que sujeta de los brazos, junto con otro más, a Stupiden. –

–Con los nervios se me ha disparado el arma. – intenta justificarse– Es mala suerte que el soldado este haya sido alcanzado. Así es la guerra. –

–Eso ya lo veremos, sargento. De momento queda usted detenido para ser llevado a un Consejo de Guerra. – el oficial habla con frialdad. Pero en el fondo está disfrutando. ¡Ha venido a cazar y se lleva una presa!

–¡Noooo! – exclama Chominé – Es mi marido. Y es inocente. –

–¿Quién es esa mujer que habla francés? ¿Una espía como Mata Hari? ¿Qué está diciendo?–Ahora el policía saborea un premio gordo.

–Déjela en mis manos, teniente– intervengo– Es ayudante de la enfermera que estaba conmigo. Yo mismo la he traído.

–¿Viaja con dos mujeres, mi comandante?¿No tiene usted bastante con una? –

–Ya ve, teniente. Los jefazos no nos cortamos un pelo a la hora de montar orgías. Debería usted ascender. No sabe lo que se pierde. –

El hombre da media vuelta y sube a su vehículo. En un camión viajan el resto de sus hombres y Stupiden maniatado y arrestado.

Me lanza una mirada de profundo odio. No me da ninguna pena. Ha sido capaz de matar a mi chico el corneta a cambio de su fortuna. Un hombre sin escrúpulos como él merece lo que le va a ocurrir. Sus días están contados. Todos sabemos cómo se las gasta esta gente.

Entro en la casa esperando lo peor. Türuten está ensangrentado pero milagrosamente no ha muerto todavía. Tiene una fea herida en el pecho pero no ha perdido la vida. Sigue medio consciente.

–Es el fin, Gillempollenn– me dice llorando– Estoy liquidado.

Miro a mi Mari para obtener de ella una segunda opinión.

–No soy médico, me dice, pero he visto muchas heridas como esta. Afortunadamente la bala no le ha tocado el corazón por milímetros ni el pulmón tampoco. Sobrevivirá. –