Capítulo 24

Seis cajas

Me dirijo al camión en donde están ya cargados los heridos franceses. Quiero despedirme de ellos e inspeccionar el vehículo para ver si están también las famosas cajas.

En efecto, Stupiden ha colocado junto a la cabina seis cajones de madera cerrados con un candado y ha dibujado en ellas cruces rojas para hacerlas pasar por medicamentos o material sanitario.

Ha hecho un trabajo tan tosco que incluso un escolar de parvulario las habría pintado mejor. Este tipo no tiene ningún don para el arte del dibujo pero, en desquite, tiene más morro que un oso hormiguero.

–Aquí tiene la documentación necesaria para recorrer nuestro territorio sin que nadie le moleste, sargento. – le digo poco antes de que suba a la cabina y mientras le entrego los salvoconductos correctamente cumplimentados por mi secretario.

Rodeo el camión. Quiero despedirme también del capitán francés. Está sentado en el banco y me mira con una mezcla de resentimiento y caballerosidad. Sabe que, en el fondo, he actuado del modo más ventajoso para él y sus hombres, dadas las circunstancias.

–Le deseo un buen viaje, capitán–le digo mientras le saludo de modo militar como corresponde a dos caballeros veteranos.

Me devuelve el saludo y una media sonrisa.

–Cuídese, comandante. Ha sido un honor conocerle. Lástima que pertenezcamos a dos ejércitos enfrentados. –

Türuten sube también a la plataforma del camión junto a los heridos. La antigua novicia y, ahora esposa del sargento chusquero, se acomoda en la cabina junto a su marido. El camión se pone en marcha mientras despido a mi corneta favorito con la mano.

–Recuerda lo que te he dicho, hijo. De alguna manera, mi futuro en esta guerra depende de ti. – le digo mientras me mira sin saber que he querido decirle.

El camión arranca y se aleja despacio hasta que lo pierdo de vista en la primera curva del camino.

Hoy el fuego de artillería ha amainado un poco. Algunos soldados franceses han intentado aproximarse a nuestras trincheras pero han sido rechazados dejando un reguero lamentable de muertos cuando se han retirado.

Entro en el convento. La abadesa está hablando en voz muy alta con Sor Domuda, la vieja monja que en su día nos abrió la puerta del convento.

–¿Está usted segura, Madre? –oigo como le pregunta a la anciana que no para de llorar desconsolada.

–Absolutamente, véalo usted misma. Nunca debimos dejar entrar en nuestro convento a esta pandilla de ladrones germanos. –

El rostro de preocupación de Sor Chochette roza la desesperación.

–¿Qué ocurre? – pregunto mientras ambas se vuelven para mirarme directamente a los ojos.

–Alguno de sus hombres nos ha robado.–

–¿Un robo? ¿Qué han echado en falta? Estoy dispuesto a castigar al culpable del modo más implacable. –

–Venga conmigo, comandante. Nunca debí darles asilo en mi convento. Definitivamente son ustedes una raza de indeseables. –

A grandes pasos nos dirigimos a una especie de sótano. Parece una catacumba muy antigua. Penetramos en una estancia oscura. La abadesa enciende algo parecido a una antorcha.

Una sala con las paredes de piedra viva se ilumina a medias. En la penumbra se puede apreciar que no es una estancia demasiado grande. Se aprecia perfectamente que la puerta está forzada.

–¿Qué ve usted ahí dentro, comandante? –

–Nada en absoluto. En esta habitación no hay nada, salvo los restos de una rata muerta hace mucho tiempo. –

–Exacto. Aquí guardamos lo más valioso que teníamos en la abadía para protegerlo de la guerra. Pero se conoce que esa no es la única rata que ha llegado hasta aquí. Todo ha desaparecido sin dejar rastro.

–¿Y que tenían escondido exactamente?

–La lista es extensa. Entre lo más valioso se encontraban dos códices incunables de valor incalculable– dice enjugándose las lágrimas.

–En el fondo son dos libracos difíciles de vender en estos tiempos. No creo que mi tropa se los haya birlado. –

–Además de eso, toda la plata y oro para los oficios religiosos, nuestras propias joyas que dejamos en como dote en depósito antes de ingresar en el convento, cruces de oro macizo que estaban en la antigua sacristía, una considerable cantidad de dinero en efectivo del Episcopado, donaciones de los feligreses, algunos cálices de oro puro con piedras preciosas…–

No puede continuar, el llanto que la sofoca es sobrecogedor.

–¿Y por qué culpa a mis hombres? Eso es una acusación muy grave que debe estar sostenida con sólidas pruebas. –

–¿Y quién si no? En este convento jamás se produjo un solo robo durante todos los siglos de su historia. ¡Y mira qué casualidad, habéis llegado vosotros y no queda nada de nada! –

–Deje que me ocupe del asunto. – le digo– Le prometo que llegaré al fondo de este lamentable suceso. –

–No puedo confiar ya en la palabra de nadie. Estamos en la ruina más absoluta y lo peor es que muchas de las cosas desaparecidas son de un valor histórico irremplazable. –

–No pierda la fe en mí ni en el Todopoderoso. Como dicen ustedes: Dios proveerá. –

–Paparruchas. A estas horas ya debe estar todo esto camino de algún lugar cerca de la frontera con Alemania o escondido en algún sitio desconocido. Me siento muy defraudada con usted y su puto ejército de mierda. –

–Tranquilícese. Su vocabulario no es el adecuado para una monja. No deje que su pasado aflore por su boca. –

–Vallase usted a la mierda, comandante ¿A qué viene sacar a relucir que he sido una fulana hace mucho tiempo? ¡Encima de puta, apaleada!–

No vale la pena continuar con la conversación. Además, tengo cosas mucho más importantes que hacer.

De sobras sé ya que detrás de todo esto está Stupiden. Por fin conozco  lo que contienen esas cajas que transporta en el camión y por las que tan interesado está su nieto. Pero ese zanguango no se va a salir con la suya.

Salgo de los pasadizos lúgubres y me dirijo con paso firme a mi despacho.

De un cajón extraigo los documentos falsos que hice redactar a mi asistente y me los introduzco en un bolsillo del capote, después recorro todo el patio interior hasta llegar a la enfermería.

Durante unos segundos, el olor a sangre, sudor y gangrena me abofetean nada más penetrar en aquel lugar de horror. Busco a mi Mari entre las enfermeras.

La encuentro cambiando unas vendas sucias y sustituyéndolas por otras limpias que coloca con mucha delicadeza en el vientre de un joven soldado todavía imberbe y que gimotea como un gato herido.

La tomo del brazo y la aparto hacia un rincón.

–Nos vamos. Lo que tenía que hacer aquí ya está hecho. Mi misión está a punto de concluir pero no será en este lugar. Nada me retiene en este convento.– le digo muy serio.

–¿Dónde nos vamos? No puedo dejar a estos chicos en el lamentable estado en el que se encuentran. Necesitan cuidados.–

–¿Ves lo que te decía acerca de los viajes en el tiempo? Nos involucramos hasta la médula en una vida que no es la nuestra. Todo esto no nos pertenece. Nosotros, en realidad, no deberíamos estar aquí siquiera. –

–Ahora lo comprendo. ¿Pero ya que estamos en este tiempo y lugar no deberíamos hacer algo por esta pobre gente? –

–Olvídalo, cariño. Nada ni nadie debe arrebatarnos nuestra propia existencia. Pero lo peor no es irse. No, nada de eso, lo realmente terrible es volver a casa y a nuestra época y ser capaz de guardar toda esta experiencia en el cajón del olvido. Yo no he sido capaz de hacerlo con respecto a otras misiones. Es como dejar parte de tu alma en cada una de ellas. –

Mira hacia la sala repleta de camas y soldados malheridos con una tristeza inhumana. Su alma está dividida entre salir de este infierno o permanecer en él asistiendo a estos muchachos a los que la guerra ha hecho pagar un tributo demasiado caro.

–Probablemente tengas razón. Nada hay de reconfortante en todo esto. ¿Olvidar? ¡Imposible! –

–Recoge tus cosas. Es esencial que salgamos de aquí cuanto antes. No tenemos mucho tiempo. Te recogeré en veinte minutos. Espérame en la parte trasera donde están aparcados los vehículos de transporte.–

–De acuerdo, allí estaré. – me dice mientras me besa en la mejilla. –

Vuelvo al Puesto de Mando. Dos capitanes me esperan para darme las novedades del día. Al verme entrar se cuadran de tal modo que hasta olvido que yo soy su comandante y me asusto como un recluta y me cuadro yo también frente a ellos.

–Mi comandante– comienza a decir uno de ellos– Hemos rechazado dos incursiones francesas pero hemos sufrido treinta y dos bajas y doce heridos. A pesar de todo, nuestras posiciones siguen firmes. –

–Vale, de acuerdo. Pero no tengo tiempo para menudencias. He recibido esto del Cuartel General– les digo mientras saco de mi bolsillo un papel perfectamente falso.

–¿Algún problema, mi comandante? – pregunta el otro capitán.

–Supongo que sí. He sido convocado de urgencia a presentarme al Mariscal Von Cëntollenn. No sé qué mosca le habrá picado a ese vejestorio, pero sé por experiencia que estas cosas no pueden traer nada bueno para la salud de uno. –

–Pero eso es injusto, usted ha defendido esta posición con gran acierto y valor. – me dice.

–No me haga la pelota, capitán. Probablemente no haya sido suficiente para esta gentuza de las altas esferas. –

–Lo siento de veras pero no adelantemos acontecimientos. Lo más probable es que le convoquen para un ascenso a coronel o tal vez a general. Una carrera como la suya es lo que necesita el ejército para elevar la moral de la tropa. –

–No le demos vueltas y deje de lamerme el ojete. De momento usted se hará cargo del batallón. Confío en que sepa desenvolverse en el puesto. Si no vuelvo, sepan que ha sido un honor combatir con ustedes hombro con hombro. –

Nos damos la mano. No deseo que la conversación se alargue más. Los franceses están bombardeando otra vez ahí fuera y necesito salir de aquí cuanto antes.

Regreso al despacho de la abadesa pero me encuentro por el camino a mi Mari que ya está preparada para la marcha.

–¿Dónde vas? – me pregunta mientras recorro el convento a buen paso y ella me sigue a duras penas.

–Voy a hablar con la Madre Superiora. De algún modo debo despedirme de ella. Ha sido una gran anfitriona dadas las circunstancias y contando que es francesa. –

–¿Sólo a despedirte? Eso huele a cuerno quemado. –

–Pensé que había quedado claro que no tuve gran cosa con ella. Además ¡Tú no habías nacido por aquel entonces!.–

–¡Que hostia tienes! Te la daría ahora mismo si no fuera porque me rompería la mano contra tu cara de cemento.–

–Bueno, tengamos la fiesta en paz. –

Llamo a la puerta de la abadesa.

–Adelante quien sea. Y espero que sea importante el motivo por que viene a molestarme. En este momento estoy muy cabreada con lo del puñetero robo y no tengo el chichi para farolillos. –

–Soy yo, Sor Chochette. Y si, si es importante lo que debo decirle. –

–¿Ha recuperado lo que me han robado? –

–No, todavía no. No se trata de eso. –

–Entonces me importa un pijo  lo que me tenga que decir. Lo primero es lo primero. – saca un cigarrillo de su cajón y lo enciende sin ganas.

–Vengo a comunicarle que estaré fuera durante algún tiempo. He dejado al mando al capitán Von Karnnen Krüden., un buen militar. Estarán ustedes a salvo pero debo advertirle que su estancia en este lugar no es segura. Reconsidere la idea de escapar hacia Paris. Sus paisanos no deberían verlas atendiendo a soldados alemanes heridos. Lo considerarán como traición y colaboración con el enemigo. Eso suele terminar colgando de una cuerda.–

–¡Qué os den a todos por el culo! Creo que he dejado suficientemente claro que no me voy a dar el piro. Si he de morir no se me ocurre mejor lugar que este. –

–Oye. – interviene mi Mari– ¿Qué forma de faltar al respeto a mi marido es esa? ¡Cómo se nota de donde procedes!–

–¿Qué pasa? ¿Me vas a pegar otra vez? Háztelo mirar, se te comen los celos, payasa. –

También son ganas de tentar al destino cabreando a mi Mari. Esta no sabe dónde se está metiendo. Pero debo intervenir, no disponemos de tiempo para más guerras. Bastante tenemos con la que hay fuera.

–Bueno, Madre, haga lo que quiera. Yo no voy a poder ayudarla en un futuro. Espero que cuando regrese este convento siga en pie. –

–Váyanse los dos con Dios o con el Diablo. Nunca se sabe a qué tribu pueda pertenecer cada uno. –

–Lo mismo te digo, golfa. – Parece que lo de fumar la pipa de la paz entre estas dos es un plan a descartar.

Salimos del convento a toda prisa y subimos a mi coche oficial. Un soldado se nos acerca.

–A sus órdenes mi comandante. ¿Dónde les llevo? –

–A ninguna parte ¿Quién es usted, soldado? –

–Su chófer. ¿Es que no lo ve? – me dice señalando una insignia que indica pertenece a la Sección de Transportes.

–Esta enfermera y yo vamos a dar un paseo. No necesitamos la compañía de nadie. –

–Comprendo, mi comandante. –El hombre sonríe pícaramente.

–Borre esta estúpida expresión de su boca. – le digo muy serio– ¿Qué se supone que está usted pensando, soldado? –

–¿Yo? Nada, mi comandante. Pero es sabida su reputación de Don Juan en todo el batallón. Imaginé que… –

No puede acabar su frase. La sonrisa ha desaparecido por arte de magia. La hostia que le ha dado mi esposa es de las que deben considerarse como de primera división.

Arranco el coche y nos alejamos a toda la velocidad que es capaz de desarrollar este cachivache.

–¿Reputación de Don Juan? Eso tendrás que explicármelo muy despacito.–

–Tonterías. Ya sabes que la tropa es muy dada a las exageraciones, sobre todo cuando se trata de alabar la reputación de su jefe y además es considerado un héroe de guerra. –

–¿Héroe de guerra? ¿Tu? ¡Vamos, no fastidies! Si ni siquiera podías ver una gotita de sangre sin desmayarte.–

–Después de un tiempo en esta puta guerra, la sangre es ya como el café de las mañanas. Todo se convierte en rutina por muy horrible que sea. –

–Eso es cierto. Yo misma tampoco me creo que estoy en un hospital de campaña intentado curar las terribles heridas de esos pobres chicos. –

–Ya pasó. Pronto volveremos a nuestro tiempo y lugar. –

–Tenías razón. Los viajes en el tiempo no son un sueño sino una pesadilla. Pero tú sabes aprovechar el tiempo y el lugar. Parece que no te importa rezongar con mujeres que en tu época real están muertas o podrían ser tus bisabuelas. –

–Mira, no tengo ganas de discutir. Ahora lo fundamental es llegar cuanto antes al Cuartel General. El Sargento Stupiden ha robado muchas cosas valiosas en la abadía. –

–¿Y que se supone que debes hacer? –

–Lo primero, proteger al Türuten, el corneta. No debí ordenarle que subiese al camión. Espero que este cacho cabrón de sargento no sea capaz de quitárselo de en medio. Pero no quedaba más remedio, era la forma de asegurarme que llevaba a los franceses ante el general y vigilarle de cerca. Yo sabía lo que iba a hacer pero no podía impedirlo sin cambiar el pasado. Ese robo debía producirse.–

–¿Se puede saber de qué estás hablando? –

–Mi tarea era encontrar esas cajas y entregárselas a Von Stupiden, el nieto del sargento. Pero ahora que sé lo que contienen va listo ese rufián si piensa que voy a hacerlo. –

–¿Vas a abortar la misión? –

–No exactamente. Tengo un plan mejor. –

Durante un rato circulamos por caminos tortuosos. Algunos soldados caminan por ellos en dirección al frente. Sus rostros cansados y asustados son un verdadero poema. A pesar de ver mis insignias de comandante, no me saludan. Sospecho que más de uno escupe en el camino tras mirarme fríamente a los ojos.

–¡Alt! – grita un sargento de la Policía Militar mientras me hace señas para que detenga el vehículo.

–¿Qué pasa, sargento? –

–Muéstreme sus papeles. – me dice mientras desnuda con una mirada lasciva a mi Mari.

Le entrego mi documentación y la orden falsificada de presentarme en el Cuartel General. Tras revisarlos, se cuadra militarmente y me saluda como corresponde.

–Lo siento, mi comandante. Pero es mi deber averiguar el destino de todo aquel que va en dirección contraria al frente de batalla. –

–Lo comprendo, sargento. Ha hecho usted un buen trabajo. – le digo aliviado al comprobar que mis documentos han pasado por auténticos.

–Permítame que revise la documentación de la enfermera que le acompaña, mi comandante. No puedo hacer excepciones. –

Salgo de coche y pongo mi mano en su hombro mientras he hago caminar unos pasos alejándolo del vehículo.

–Sargento, la vida en el frente es dura. Usted sabe tan bien como yo lo que se echa de menos a una mujer en las trincheras. – le guiño un ojo y le ofrezco un cigarrillo.

–Comprendo, mi comandante. Todos necesitamos de vez en cuando un buen revolcón en condiciones. Le felicito, tiene usted buen gusto para las mujeres. –

–Chitón, sargento. No debe oírle la chica. ¡Figúrese que le he prometido que algún día será mi esposa! –

–Desde luego, lo que tiene uno que hacer para meter en caliente, mi comandante. –

–Y que lo diga. –

Tras la conversación, vuelvo a sentarme al volante y estoy a punto de poner en marcha el coche cuando este bocazas no puede reprimir una gilipollez.

–De acuerdo, señorita, todo en orden. Espero que lo pasen ustedes bien. –

–¿Qué ha querido decir con eso este mono uniformado? – me pregunta mi mujer con los ojos entornados como si fuese miope.

–He tenido que mentirle y decirle que eres ¿Cómo decirlo? Ah, sí, mi chica de compañía. Se lo ha tragado. –

–¡Qué huevos tienes! O sea, que no se te ha ocurrido otra cosa que hacerme pasar por una cualquiera. –

–¿Ha funcionado, no? Pues eso. No le des más vueltas.–

–¡Héroe de guerra, dice! Lo que eres es un sinvergüenza sin escrúpulos. Ya estás dando la vuelta y explicándole a ese sargento que soy tu mujer. No pienso pasar a la historia como una fulana. –

–¿Estás loca? ¿Qué le importa a ese individuo si estamos casados o no? –

–Claro, es muy bonito quedar como un machote ante tu gente. ‘La leyenda del comandante Gillempollenn, un hombre que donde pone la vista pone la picha” ¿Es eso lo que quieres conseguir? Desde luego que los hombres sois primarios hasta decir basta. –

–Déjate de tonterías. Estamos en una guerra por si no te has dado cuenta y técnicamente estamos desertando. Pero si la señora lo desea puedo explicárselo a ese Policía Militar, igual le hace tanta gracia que se descojona vivo mientras nos cuelga de un árbol. –

Durante dos kilómetros guarda un profundo silencio. Creo que está batiendo su propio record de permanecer con la boquita cerrada.

A medida que nos vamos acercando al Cuartel General, el ruido de del combate y los bombardeos suenan cada vez más lejanos.

Gran cantidad de soldados se preparan para partir hacia el frente mientras otros se afanan por descargar camiones cargados de armamento, munición, víveres y efectos militares de toda clase.

Dos baterías de artillería tiradas por mulos se desplazan perezosamente hacia la batalla. Los cañones son tan grandes que las caballerías apenas pueden tirar de ellos y varios soldados colaboran empujando en las cuestas.

–Esta guerra parece no tener fin.– dice mi Mari con pesadumbre– ¡Cuánto esfuerzo, lágrimas y sangre para nada! –

–Sí, es lo que hay. Un día de estos, los gerifaltes se darán por satisfechos, firmarán la paz, se darán la mano para salir en la foto, quedar como los garantes de la paz y el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Así ha sido siempre y lo seguirá siendo.–

–Parece mentira que todo esto se vaya a repetir en unos años cuando los Nazis la líen de nuevo. –

–He conocido a Adolf Hitler. Intenté liquidarlo pero tuvo suerte y se me escapó en el último momento. –

–¿Qué me dices? ¿Adolf Hitler? –

–El mismo. –

–De todas formas no podías hacerlo. Hubieses cambiado la historia y eso no está permitido. ¿Quién sabe el futuro que tendríamos ahora? O, mejor dicho: ¿Cuál sería nuestro presente real y si hubiésemos nacido siquiera? Ya sabes que todo está relacionado y el vuelo de una mariposa en China puede provocar un tornado en la otra parte del mundo.–

–Filosofía barata. Nada podría haber sido peor si me hubiese cargado a ese cabrón.–

–Puede que tengas razón. En todo caso, las cosas importantes puede que estén escritas en el destino de tal modo que sea imposible impedirlas. Pero estoy segura de que algún día, en un futuro muy lejano,  la humanidad madurará y desaparecerán las guerras.–

–No seas cándida. Las guerras son negocios oscuros. No importa que la gente muera. La humanidad no es más que un teatro en el que los actores secundarios mueren y siempre hay alguien que escribe los guiones de esta lamentable representación y que al final termina apoderándose de toda la recaudación.–