Capítulo 23

Tierra trágame

Los soldados franceses están muy recuperados. Han pasado tres meses desde que estoy aquí. La situación es monótonamente desgarradora. Combates y más combates, muertos y heridos de ambos bandos. La guerra sigue cobrándose su tributo en vidas humanas y el frente está estabilizado. Nada nuevo.

Deliberadamente he dado orden de no salir a enfrentarse al enemigo. Cada vez que me llega un sobre cerrado ordenándome que ataque lo hago desaparecer. Mis oficiales lo desconocen pero ya están un poco mosca con el asunto.

Regreso a mi Puesto de Mando. Un capitán y dos tenientes discuten sobre un mapa acerca del emplazamiento exacto en el que deben instalar las ametralladoras pesadas y los puestos avanzados. Al verme entrar se cuadran militarmente.

–¿De qué hablan, caballeros? –

–Necesitamos fortificar toda la posición y defenderla hasta que podamos organizar otra ofensiva definitiva. – me dice el capitán.

–Haga lo que tenga que hacer, esto va para largo– les respondo.

–¿Cómo lo sabe? –

–¿No escuchan el cañoneo al sur oeste? Seguramente al coronel Estoyhastaloscojönenenteloj…–No recuerdo su nombre completo e impronunciable así que corrijo–Wolf, le están dando lo suyo. No es el momento de atacar sino de defender. Algo me dice que hasta aquí ha llegado el ejército alemán, caballeros. –

–¿Cree que los franceses nos van a detener aquí? ¡Ni lo sueñe! Ha costado mucho este avance hacia Verdún. Seguiremos conquistando terreno hasta ocupar toda Francia aunque sea palmo a palmo. –

–No vamos a salir ninguno de nosotros a tierra de nadie. Cada vez que esto ha ocurrido no han vuelto ni la mitad de los hombres ¿Y para qué? Yo se lo diré: Para nada. –

–Pero entonces no podremos tomar las posiciones enemigas. Ellos atacan día tras día y tarde o temprano terminarán llegando hasta aquí y nos liquidarán. – protesta el capitán Farfullenn.

–He dicho que de aquí no se mueve nadie. Héroes, los justos. Este batallón no va a suicidarse, al menos mientras yo esté al mando. ¿Me han entendido ustedes, caballeros? –

El otro capitán, extiende un mapa dibujado a mano como un croquis improvisado. Todas nuestras trincheras, posiciones y principales puntos defensivos están especificados al detalle.

–¿Qué opina del emplazamiento de nuestras armas pesadas? Desde estos puntos se domina todo el valle. Los franceses no tienen nada que hacer en caso de intenten lanzar otra ofensiva. – me dice señalando a lo loco un montón de lugares dispersos.

No entiendo nada de estrategia militar, de reforzar posiciones, de mandar a las tropas y, en general, de nada de nada.

Durante unos interminables minutos me avasallan con disquisiciones técnicas acerca de los emplazamientos, los movimientos estratégicos y muchas otras cosas que me importan una verdadera mierda.

–Bien, pero procuren no exponerse ustedes ni ninguno de sus hombres. Hay que salvaguardar todas las vidas posibles. Ahora lárguense a trabajar y llamen a mi secretario, necesito que me redacte unos documentos oficiales.–

Los tipos se marchan. Por primera vez me siento completamente sólo. Una soledad especial. Estoy al mando de centenares de hombres que dependen en gran medida de que yo tome una u otra decisión.

Por la historia, sé que estos últimos combates van a ser duros y que miles y miles de soldados de uno y otro bando van a morir inútilmente en esta trituradora de carne en la que se ha convertido la campaña de Verdún.

Me aterra esa sensación de no poder hacer nada. Es la desolación del mando, especialmente cuando se sabe que todo está condenado.

Despacho con el secretario y firmo unos documentos que serán cruciales para la marcha de los heridos en el camión de Stupiden. Y, además, me preparo una orden especialmente falsificada que me permitirá salir de aquí pitando en cuanto sea el momento.

Debo redactar mi informe para los jefazos. Mi mano tiembla al sumar los muertos y heridos que hemos sufrido en la última semana. ¡Un espanto! Pero comparado con todo lo que se está cociendo a lo largo de todo el frente son minucias. Termino mi informe: “Incidentes locales, sin novedad.”

Estoy agotado. No tengo fuerzas ni ganas de hacer nada más. Me tumbo en una especie de canapé que hay en la habitación y pese al creciente rumor del cañoneo lejano… me vence un sueño pesado cuajado de pesadillas, de muertos, heridos aullantes y desolación.

Dos días después, llega toda la sección de Sanidad Militar que se había quedado atascada en el fango con sus carpas.

Bienvenidos sean sus medicamentos, sus utensilios de quirófano y una pequeña sección femenina de enfermeras de campaña.

Las monjas ya no pueden atender a tanto herido, además, sus conocimientos son escasos para estas cosas. Bastante han hecho ya esas santas. Ahora estos desgraciados tendrán una oportunidad de sanarse con las nuevas enfermeras más cualificadas.

La gran mayoría de ellos mueren de modo instantáneo de un disparo en la cabeza al interponerse en la mira de los francotiradores. Pero los más afortunados llegan con el cráneo perjudicado y con pocas esperanzas.

Por otro lado, hay que añadir los accidentes que se provocan en las actividades de excavación. ¡Se están cavando túneles para llegar a las trincheras francesas y volarlas desde abajo! Pero ellos están haciendo lo mismo. La palabra locura no es suficiente para calificar esto.

Y, por último, el bombardeo no cesa de un frente a otro. Nuestros cañones abren fuego con la misma eficacia que los suyos y todo este sector es un continuo infierno de explosiones, humo, heridos y muertos. Los alcanzados por explosiones presentan horribles heridas por todo el cuerpo. La mayoría muere a las pocas horas entre horribles sufrimientos

Nadie que no haya estado aquí puede imaginar siquiera el terror, el frío, el hambre y el agotamiento que toda esta gente está soportando. Y a eso hay que añadir el desánimo de una rutina de muerte y desolación.

La higiene es un lujo oriental. Hace tiempo que ninguno de ellos ha estado a una distancia razonable de una pastilla de jabón. La disentería es tan común que es más fácil encontrar a un soldado agachado haciendo sus necesidades que en forma para combatir.

Varios millones de muertos ¿Y para qué? No existe ideal, motivación o excusa que justifique la sola desaparición de un ser humano. Pero aquí esas cosas se hacen en cantidades industriales.

La guerra es una invención del ser humano y no del Demonio, éste huiría aterrado de este tremendo infierno muy superior al suyo en barbarie y crueldad.

Definitivamente, estoy deseando que llegue el momento de largarme de aquí. Y no me cabe duda de que me llevaré una herida sangrante en el alma. Maldigo la hora en la que acepté esta misión.

Alguien llama a la puerta, la abre y asoma su jeta .

–Adelante, Türuten, ¿Qué noticias me traes? – le digo al corneta.

–El sargento Stupien está a punto de partir con los franceses. –

–En efecto ¿Has observado algo extraño en él? –

–No, se ha dedicado a organizar el transporte con la colaboración de ese capitán francés. Parece que sabe lo que se hace. –

–Bien, es una pena que haya desconfiado de él. Pero sé que algo trama ese sujeto. Me lo dijo en otro tiempo una persona a la que prefiero no nombrar. –

–Lo que no comprendo es porqué se ha empeñado en que le ayude a cargar unas cajas de medicinas. Se supone que los franceses no las van a necesitar durante el trayecto y menos en tal cantidad.–

¡Cajas! ¡Lo sabía! Este rufián cree que me la va a dar con queso pero anda listo. Yo seré gilipollas y probablemente me chupo el dedo pero no, amigo mío, el puño entero, no.

–¿Qué debo hacer? – me pregunta Türuten sin entender gran cosa.

–Nada en absoluto, has hecho un buen trabajo. Descansa hasta que parta el camión con los franceses. Irás con ellos. –

–¿Por qué? –

–Porque lo digo yo y basta. ¿Acaso no ves mis insignias de comandante? Pues asunto terminado. Además quiero que no pierdas de vista las actividades del sargento y, en especial, del paradero final de esas cajas. –

–¿Tan importante son? ¿Qué contienen que te preocupan tanto? –

–No lo sé todavía. Pero son la única razón por la que me encuentro en este matadero. –

–No entiendo nada, pero supongo que sabrás lo que haces, Gillempollen. – el chico se encoje de hombros.

–Si todo sale según lo previsto, pronto me reuniré con vosotros en el Cuartel General. Allí me darás cuenta de todo lo que hayas observado. Pero ten cuidado, Stupiden no debe sospechar que le espías. –

El corneta se marcha cabizbajo. Creo que no comprende el motivo de tener que fisgonear en la vida de nadie ni menos en la de un camarada.

Poco a poco la situación se aclara. Ha llegado el momento de solucionar el tema de las monjas. Ahora que hay personal de enfermería, su presencia aquí ya no es estrictamente necesaria.

Me dirijo al despacho de la abadesa. Esta vez no voy a transigir. Estas mujeres merecen salir de esta guerra sanas y salvas. Los bombardeos se están produciendo ya muy cerca de estos muros. La existencia de una bandera de la Cruz Roja en lo alto del monasterio no sirve absolutamente para nada.

A punto estoy de llamar a su puerta cuando escucho un griterío inusual en el interior de su celda. Me detengo en seco y agudizo el oído. Parece que alguien está discutiendo con ella.

–¡Guarra! –

Oigo perfectamente como una voz de mujer insulta a la abadesa y después un estruendo como de muebles rotos y lucha salvaje.

De una patada echo la puerta abajo y me encuentro con una enfermera alemana agarrando de los pelos a Sor Chochette mientras esta lucha inútilmente por liberarse.

–¿Qué cojones está pasando aquí? –

La alemana se da la vuelta hacia mí y me mira con ojos de criminal abyecto.

Desconozco si el lector o lectora ha deseado alguna vez que la tierra les trague o se ha visto en el pesaroso trance de intentar no hacerse caca encima. Eso es lo que estoy experimentando yo en este momento porque la enfermera… ¡Es mi Mari!

–¡Hombre, el que faltaba! – me dice soltando la cabellera de la monja y dirigiéndose a mí con la actitud de un toro bravo.

–¿Se puede saber que estás haciendo en esta guerra? – le digo medio tartamudeando y completamente atónito.

–No me fiaba de ti. Convencí a Mister Pattrerson para que me permitiese estar a tu lado y atarte en corto.–

–¡Qué locura, cariño! ¿Sabes dónde te has metido? ¡En una guerra mundial! –

–Sí, y a ti, por lo visto, te ha faltado tiempo para follarte a las monjas. Llámalo instinto femenino, pero me lo temía.–

–Un momento, no sé de dónde has sacado toda esta historia de fornicaciones en los conventos. Te aseguro que…–

–¡Calla, embustero! Ella misma me lo ha confesado. –

–¿Podrían ser tan amables de hablar en francés?– dice la abadesa mientras se recompone un poco sus hábitos– Hace tiempo que no escucho el español y estoy un poco oxidada con el idioma. Me gustaría saber lo que están hablando de mí. –

–No existe traducción a otros idiomas para lo que le voy a decir a este, marrana. – le contesta mi Mari en perfecto francés con acento parisino. ¡Oye, que la cosa tiene su morbillo, el idioma francés es único para estas cosas!

–Espera, no te precipites. Todo tiene una explicación simple.– intento mediar.

–¿Y acerca de que te han visto en los lavabos metiendo mano a un capitán enemigo también? –

–Eso es completamente falso. Ya sabes que lo mío son las faldas. –

–Sí, eso lo tengo claro, pero, por lo visto, todas menos las mías. –

–No seas así, chiquitina. Yo solo tengo ojos para ti. El resto de las mujeres para mí no existen en absoluto. –

–Señoras y señores– dice haciendo un amplio gesto como si estuviese en la entrada de un circo– Ante ustedes el embustero más grande de todos los tiempos. ¡Pasen y vean! –

–Escucha, no he tenido nada de lo que arrepentirme con ninguna monja. –

–¿Ah no? Pues no es eso lo que se rumorea por cada rincón de este antro al que llaman abadía y que no parece otra cosa que una casa de perdición. ¿Hay alguna a la que no te hayas tirado todavía?–

–¡Que exagerada eres, Mari! Además lo mío con la abadesa, aquí presente, no puede considerarse una infidelidad. Sólo fue un coitus interruptus, y eso no debería contar. ¡Dígaselo usted, Madre! –

–A mí déjeme de líos, comandante. Apáñese usted solito de domesticar a esta fiera. –

–¡Tú te callas, cacho perro! Todavía no he terminado contigo, antes tengo que castrar a este picha floja. –

–Escucha, tengo que hablar contigo a solas. Hay cosas que deberías saber y que no conviene que nadie escuche. – le digo mientras la tomo dulcemente del brazo.

–¡Quietas esas manos. No me toques, adúltero! – me grita mientras rechaza mi mano.

–Luego hablaré con usted, Madre, pero tenga prevista la evacuación inmediata de todo el personal religioso de esta abadía. Pronto no quedará de ella nada en pie. – le digo  la monja.

Salgo de la celda de la abadesa junto a mi esposa. La detengo en seco y la beso tan apasionadamente que incluso me pongo cachondo.

–¿No te alegras de verme vivito y coleando, cariño? –

–Sí, sobre todo coleando. Anda que…¡Ya te vale!–

–¿Por qué has cometido esta locura? Es, sin duda, la misión más peligrosa a la que nos podemos haber enfrentado y no se te ocurre otra cosa que venir aquí. –

–Sentí pánico de que te matasen en esta guerra. No podía soportar la  incertidumbre en Philadelphia. –

Mister Patterson no debería haberlo autorizado. Me va a oír cuando volvamos. –

–En realidad él no tuvo la culpa ni siquiera sabe que estoy aquí contigo. Convencí a Anthony de que me trajese. –

–Ese científico loco me las va a pagar todas juntas. ¿A quién se le ocurre? –

–Soy muy persuasiva cuando quiero. Además, le amenacé con que si no lo hacía, nunca más podría volver a mear de pie. –

–Eres de lo que no hay. Y, por cierto, con ese uniforme de enfermera con su cofia y su delantalito estás de lo más sexi. –

–Si lo desea el señorito, puedo ponerme los hábitos de monja. Por lo visto es la última moda en cuanto a tus gustos lujuriosos. – me dice con ironía.

–Escucha, llevo mucho tiempo en el frente. Estas misiones, a veces, se alargan más de la cuenta y se olvida uno de su auténtica vida. Esto es tan real como vivir en nuestro verdadero tiempo. –

–Una explicación tan patética como otra cualquiera ¿No crees? –

–¿Y tú que has estado haciendo? ¿Cuánto tiempo llevas en el ejército? –

–Casi cuatro meses. Aparecí antes de la toma del fuerte Douamount cerca de un pequeño caserío. Conocí a una mujer llamada Colette. Una chica muy agradable y que me comentó que un joven soldado alemán, corneta para más señas, estaba en su casa pero que había desaparecido de la noche a la mañana sin dejar rastro. –

Mi rostro palidece. ¡Sólo faltaba que Colette se haya ido también de la lengua más de la cuenta!

–Es una chica muy triste. Me contó que su hermano había muerto en la batalla del Somme pero que, sin embargo, estaba terriblemente prendada de un soldado alemán que la visitó en una ocasión y que luego volvió dejándole al muchacho que después se largó. –

–¿Lo ves? En la guerra pasan estas cosas tan raras. ¿Y no te dijo cómo se llamaba ese soldado tan apuesto que la había encandilado? –

–No, no se me ocurrió preguntárselo ¿Qué más da? –

–Eso digo yo ¿A quién puede importarle eso? – respiro aliviado.

–Después de aquello, me incorporé a una especie de hospital de campaña. Desde entonces estoy en la Segunda Compañía de Sanidad. Ha sido horrible–me dice medio llorando– Nunca imaginé lo que es una verdadera guerra. Cientos de hombres han muerto a mi lado mientras se retorcían de dolor en su camastro de la enfermería. –

–Escucha, pronto saldremos de aquí. Mi misión está a punto de concluir. Ya casi tengo todas las piezas del puzle. –

–Lo que no comprendo es cómo has llegado a ser comandante. Te largaste como simple soldado y ahora eres un jefazo. –

–Cosas del ejército. Es fácil hacer carrera militar en estas circunstancias. Y es una prueba definitiva de que no me he dedicado a perder mi tiempo acostándome con nadie. No es fácil ascender si tu mente está en otras cosas banales. –

–¡Anda y que te zurzan! ¡A otro perro con ese hueso! ¡Como si no te conociera! –

–No tengo nada más que decir al respecto. Ahora vamos a hacer las paces como un matrimonio ejemplar que lleva tiempo sin verse y con unas ganas locas de amarse. ¿No es acaso el amor lo que te ha traído hasta aquí? –

–Eres un embaucador. Pero por una vez tengo que darte la razón. –

Abro una de las celdas y entramos en ella como una pareja de recién casados, incluso la tomo en brazos para atravesar la puerta e introducirla en la habitación como novios primerizos.

En plena faena la puerta se abre y entra la monja a la que pertenece el cuartucho. Al vernos, no puede dejar de soltar un soberbio grito. Pero se recompone al instante y me dice muy seria:

–¿Ahora toca el gremio de enfermeras? Pues mire, cuando se canse podría usted ir al gallinero. Creo las gallinas son los únicos seres vivos con los que no ha flirteado usted todavía, comandante.–

–¡Lárguese usted de aquí, hermana, y cierre la puerta. – le grito yo también.

Mari me mira mientras se cubre los senos con la sábana.

–¿Gallinas? ¿Estás seguro de que no te has tirado a ninguna todavía, marrano? Haz memoria, especie de picha brava…No me extrañaría ni un pelo. –

–¿Y tú qué? ¿No tienes nada que contarme? Todo el mundo sabe que entre médicos y enfermeras suele haber más que medicina. –

–¿Cómo te atreves a dudar de mi comportamiento? –

–No sé, en todas las películas siempre hay un doctor desnalgado que liga sin parar y las enfermeras suspiran por él de tal modo que incluso algunos enfermos mueren de pulmonía. –

–No eres más gilipollas porque no te entrenas ¿Verdad? –

–Sí, he de reconocer que en ese aspecto de mi personalidad estoy en plena forma. –

Cierro la puerta porque no voy a consentir que en el mismo libro me quede con el rabo entre las piernas por segunda vez. Uno tiene una reputación que mantener.

Pero usted, lector, no se preocupe por lo que viene a continuación. Deliberadamente le he dejado en el pasillo y no puede ver el espectáculo que se está desarrollando en la celda. Aproveche para realizar sus tareas, bajar la basura, hacer un Sudoku, o irse a dormir porque probablemente tenga usted que trabajar mañana y levantarse temprano. Ahora, lo que necesitamos mi Mari y yo, es un poquito de intimidad. ¿Es mucho pedir?