Me acerco a Turutën lentamente mientras los soldados me observan con cierto recelo. Tal vez piensen que vengo a darles la extremaunción o algo parecido. Voy haciendo el signo de la cruz mientras paso junto a sus camas sin detenerme. La abadesa me acompaña frunciendo el ceño como signo de desaprobación a mi actitud.
–Confesión, padre. – exclama uno de ellos con un vendaje en la cabeza manchado de sangre.
Me estremezco. Yo no quiero saber nada de lo que haya hecho esta gente. Bastante tengo con lo que llevo entre manos como para hacer de metomentodo. Además, probablemente sea pecado tomar confesión sin ser sacerdote licenciado.
Me siento en la cama de Turutën y le acaricio el pelo paternalmente. Tiene mejor semblante que cuando vino. Probablemente ha comido algo de caliente y sus fuerzas se hayan restablecido de repente.
Levanto la sábana que le cubre y veo que su herida está perfectamente tratada pero que las vendas están manchadas de sangre. No puedo charlar con él en alemán. Le hablo en francés haciendo gestos para que me entienda.
–Si te sientes con fuerzas suficientes es momento de que te levantes y salgas de esta enfermería. Pero no tengas prisas. Es preciso que te recuperes del todo antes de hacerlo. Tal vez tengamos que huir a escape.–
Asiente con la cabeza. Comienza a incorporarse cuando se lo impido poniendo mi mano en su pecho. Me mira con extrañeza.
Vuelvo a taparle con la sábana y me pongo en pie. Probablemente todavía no podamos salir de aquí hasta mañana o pasado. Su herida no está lo suficientemente cerrada como para caminar normalmente.
Debo hablar con el capitán francés y contarle quienes somos a la buenas. De todas formas, es cuestión de tiempo que descubran el pastel, sobre todo con el imbécil de Stupiden que sabe Dios dónde andará y qué estará haciendo en este momento.
Un hombre está tumbado en su cama. Por su aspecto no parece que esté extremadamente grave, tiene buena cara.
Y hablando de caras… La de este tipo me suena, aunque ahora parezca que haya rejuvenecido treinta años. Cuando llego a su lado no puedo remediar observarlo con extrañeza. Le calculo unos veinticinco años. Tiene una estatura tremendamente grande, el rostro delgado y alargado y unos ojos cuyos párpados semi caídos le hacen parecer somnoliento.
–Este es el capitán del que le hable. – me dice la abadesa cuando estamos ya junto a su cama.
–¿Qué quiere de mí, padre? – me pregunta un poco incómodo al sentirse tan observado.
–¿No nos hemos visto antes en alguna parte, capitán? –
–No, no creo. Soy bastante observador y además no suelo relacionarme con sacerdotes. En el frente no son de gran ayuda. Jamás vi a ninguno detener una sola bala enemiga con sus rezos. Le recordaría sin duda. –
–Pues yo juraría que a usted le he visto antes, aunque está algo cambiado ¿Cómo diría yo? Más joven. –
–¡Qué tontería!. Vuelvo a preguntarle qué quiere usted de mí ¿Tan grave estoy que preciso de la visita de un confesor? –
–No, tranquilícese. No se trata de eso, capitán. Pero necesito hablar con usted de un asunto de suma importancia. –
–Pues adelante, padre, soy todo oídos. –
–Lo que tengo que decirle es estrictamente confidencial. Ninguno de sus hombres debe escuchar una sola palabra. – El sujeto dirige una mirada de extrañeza a la monja.
–¿Puede usted levantarse, capitán? – le pregunta ésta.
–Sí, mi herida en el costado ya no me duele demasiado. Si tan importante es lo que tiene que decirme este cura, tal vez disponga usted de algún lugar reservado en donde podamos hablar. –
–No conviene que haga usted esfuerzos ni que camine en exceso de momento. – señala una puertecilla que hay cerca de nosotros– Eso es una letrina, pueden ustedes disponer de ella para hablar lo que tengan que hablar. Está cerca y apenas requerirá que camine usted unos cuantos pasos. Tenga cuidado no se maree al levantarse. –
–Gracias, Madre. – responde el capitán mientras le ayudo a incorporarse.
El cuarto de baño está limpio pero cubierto de polvo. Se nota que no ha sido utilizado durante mucho tiempo. En una esquina hay una telaraña abandonada por su dueña que debió morir hace mucho.
Dispone de cuatro tazas de water casi juntas y sin ninguna separación que invite a la intimidad y otras tantas pilas con grifos oxidados colocadas bajo polvorientos espejos.
Ayudo al capitán a sentarse en uno de los wáteres porque hace signos evidentes de dolor llevándose la mano al costado derecho mientras intenta colocar su diminuto trasero en él. Este tipo tan delgado tiene menos chicha que un guisado de alambre.
Terminado de acomodarle, tomo asiento junto a él en la taza que hay a su lado.
–Antes de nada, quiero que me jure que le diga lo que diga, se lo tomará con calma, me dejará usted terminar y que no va a adoptar una actitud violenta conmigo. –
–Me está usted asustando, padre. ¿Por qué debería yo enfadarme con usted? Desembuche lo que tenga que contarme. Ya me tiene de los nervios. –
–¿Me lo jura? –
–Le doy mi palabra de oficial francés. Eso vale tanto como un contrato ante notario. ¿Contento? –
–Sí, sólo un consejo. Ya que está sentado en una letrina, yo de usted me quitaría los pantalones porque se va a cagar vivo cuando sepa lo que tengo que decirle. –
–Ya me tiene usted hasta los cojones, padre. ¿Quiere que me dé un infarto? Hable o váyase al carajo ¡Joder con tanto misterio!. –
–Muy bien. Pues lo primero que debo decirle es que no soy sacerdote. Todo esto no es más que una farsa.–
–Pues lo siento por usted. Yo no puedo hacer nada al respecto. Tengo entendido que para ordenar a los curas están los Obispos. –
–No, si eso no tiene importancia. El problema es que soy teniente del ejército alemán. –
–¡Me cago en todos tus muertos! –
–Ya le advertí que, de alguna manera, se iba a cagar usted. –
–¿Qué hace aquí un alemán? ¿Habéis asaltado ya la abadía? – hace un intento de ponerse súbitamente de pie pero el dolor del costado se lo impide.
–Me ha jurado que no se pondría violento. Pero no se preocupe. Yo no estoy aquí invadiendo nada. Solamente he venido buscando socorro para uno de mis hombres. –
–¿El mequetrefe que han traído hace un rato es también un soldado alemán? ¡Viste uniforme francés! Me encargaré personalmente de que lo fusilen por espía.–
–No se altere. Usted no va a hacer nada de nada. Precisamente de eso quiero hablarle. –
–Escuche, teniente, me están entrando ganas de agarrarle del cuello, meter su feo rostro en la taza, tirar de la cadena y ahogarle. Es una pena que mis heridas impidan que lo haga correctamente. –
–No se comporte como un héroe de pacotilla. En el estado en que se encuentra podría matarle ahora mismo si me diese la gana. No vaya dando ideas. –
¿Ha visto a los ocho soldados que hay en la enfermería? –
–Sí, claro. –
–Es lo que queda de mi compañía de ciento cuarenta hombres. Un bombardeo de su asquerosa artillería nos sorprendió durante un ataque nocturno en nuestras trincheras. Sólo nosotros nueve hemos conseguido sobrevivir y ninguno ileso. ¿Qué le parece? Si quiere le beso el trasero mientras me cuenta que han sido ustedes los simpáticos responsables de esa broma criminal. –
–Mire, capitán. Todos tenemos nuestras batallitas que contar a nuestros nietos. Los míos también han caído como moscas entre el fango y las ratas. Esto es una guerra y en la guerra muere gente inútilmente. ¿No es así? –
–En eso me temo que estamos de acuerdo. ¿Y ahora qué?–
–Lo primero será hacer las presentaciones como es debido. teniente Gillempollenn. – le digo mientras extiendo mi mano que es rechazada con muy mala educación por parte de este individuo larguirucho. –
-Capitán De Gaulle, Charles de Gaulle. Y no acostumbro a ir dando la mano a mis enemigos. Tómeselo como le salga de los huevos, no me importa. –
¡Claro! Ya sabía yo que este fulano me recordaba a alguien. ¡Nada menos que De Gaulle! Pero yo lo recordaba de los NODOS cuando fue, o será (que raro es esto de viajar al pasado) presidente de la República Francesa.
–No lo va a creer usted, capitán, pero es un honor conocerle en persona. –
–No me líe con sus códigos de honor del siglo pasado. Ahora estamos en guerra y conocerle a usted me da náuseas, teniente Gilipollen.
–Gillempollenn, se pronuncia Gillempollenn. – le corrijo.
–¿Sabe qué? ¡Me importa una verdadera mierda cómo se pronuncie su nombre. Vaya usted al grano ¿Qué quiere?–
–La verdad es que me decepciona usted, capitán. Esperaba un poco más de educación y camaradería entre oficiales aunque seamos enemigos ¿Qué fue de los modales franceses? –
–Están enterrados en una apestosa trinchera junto a mis hombres. –
–Conforme. Veo que no vamos a ninguna parte por este camino. Lo que verdaderamente quiero hacer con usted es sellar un pacto. –
–¿Qué clase de pacto? No me estará usted tomando por un traidor a Francia ¿Es eso, teniente? –
–Escuche, no estamos en condiciones de partirnos el cráneo en esta Santa Casa. Tampoco creo que sea decoroso violentar este lugar sagrado ni sabemos si esta abadía será tomada por el ejército alemán u ocupada por sus tropas. La cosa es que podemos protegernos los unos a los otros y salir de aquí todos con vida. –
–¿Qué está usted insinuando? ¿Proteger a un alemán? ¡Ni lo sueñe! Antes me dejaría matar por usted en combate o, lo que es mejor todavía, colgar su hígado en mi espada de oficial. –
En la lejanía se escucha el monótono zumbido de un cañoneo intenso.
–¿Escucha eso, capitán? El jaleo está ya muy cercano. Pronto alguien tomará este convento por la fuerza. Los suyos o los míos. Es inevitable. –
–No me importa. Defenderé a mis hombres heridos aunque me vaya la vida en ello. –
–Hay que ver que perra ha cogido usted con morir tontamente. Además, usted sobrevivirá a esta guerra. Eso puedo asegurárselo. –
–¿Ah sí? ¿Y cómo lo sabe? –
–No me haga esa pregunta. Simplemente lo sé. Y conozco muchas cosas más acerca de su futuro. –
–Pues nada, cuente, cuente. Estoy impaciente por escuchar sus predicciones acerca de mi vida. Me tiene usted en ascuas. Saque una baraja de Tarot de algún bolsillo de su sotana y cuénteme, por si le sirve de ayuda, soy Escorpio. – me dice en tono irónico.
–La guerra la perderá Alemania. Ahora puede parecer imposible que eso sea así, pero se lo aseguro. Está escrito. –
–Siga, me gusta lo que me dice su bocaza de teniente alemán. –
–El problema es que dentro de veinte años volveremos a las andadas. Una nueva guerra se desencadenará en Europa. Alemania será guiada por un loco al que, por cierto, he tenido el dudoso honor de haber conocido personalmente. –
–¿De qué habla? ¿Está usted seguro de que se encuentra en sus cabales? –
–Lo que le cuento es tan cierto como que estamos sentados en un water y me están entrando ganas de cagar. –
–Bueno ¿Y a dónde nos lleva todo eso? –
–Usted será el general francés encargado de vencerle. Los Nazis invadirán Francia y París será tomada durante un tiempo. –
–¿Qué es eso de los Nazis? ¿Quiénes son esos tipos? –
–Lo sabrá a su debido tiempo, no se preocupe. Pero si piensa que esta guerra es la peor pesadilla jamás vista por el ser humano, espere a la próxima. Esa sí que será lo más parecido al apocalipsis que se haya visto nunca. –
–Bueno, ya está bien de pamplinas. Seguro que si le dejo seguir hablando acabaré siendo el mismísimo Presidente de la República. –
–Me lo ha quitado de la boca. – sentencio– Usted es una pieza clave en el futuro próximo. Impediré a toda costa que muera en esta guerra porque su verdadero destino es vencer en la siguiente. –
Me levanto la sotana, me vuelvo a sentar en la taza y emito un sonoro pedo. Estoy algo nervioso y ya saben ustedes que mi metabolismo siempre me afecta al intestino.
–Es usted un cerdo, teniente. – me recrimina el francés.
–Un momento ¿Estamos o no estamos en las letrinas? –
–Hombre, visto así.–
–Pues eso. –
–Vale. Pues ya que me ha tomado por estúpido y me ha contado que voy a ser un héroe cuando sea más mayor, déjeme que le diga que no creo una sola palabra de lo que me está contando ¿Qué pretende? ¿Volverme loco? ¿O tal vez el loco sea usted? –
–No voy a insistirle en esta historia. De hecho, creo que no debería haberle relatado su destino. Pero sólo le diré que recuerde este nombre Adolf Hitler. –
–¿Quién es ese tipo? ¿Lo conozco? –
–No, todavía no es demasiado popular. Creo que pocas personas saben de su existencia. Actualmente es un cabo que sirve en una compañía de comunicaciones. –
–¿Y qué pasa con él? –
–Llegará a ser el Führer de Alemania. –
–¿Qué es Führer? ¿Una especie de cabo primero? –
–Jaja… ¡No! Será un dictador que conducirá a toda Alemania a la locura colectiva en cuanto tome el poder absoluto. Toda Europa y parte de Rusia se teñirán de rojo de tanta sangre como se derramará por su culpa.–
–Y ahí entro yo ¿No? Mi destino es vencer a un cabo correveidile. –
–Exacto. –
–Mire, ya me está usted hinchando los huevos con sus payasadas. Además, no entiendo por qué un alemán como usted está tan empeñado en que Francia venza en dos guerras seguidas a su asquerosa patria germana. –
–Para serle completamente sincero, a mí eso no me interesa en absoluto. En realidad debo confesarle me importaría un rábano quien pierda o quien salga victorioso si no fuese porque no puedo tolerar que el nazismo se expanda por el mundo como una plaga siniestra y diabólica. Además, soy español. –
–¡Tócate los cojones! ¡Ahora me sale el señorito con que es español! –extiende sus brazos como para dirigirse a un público imaginario– Pero no, damas y caballeros, no se dejen engañar por su sotana, resulta que tampoco es cura y asegura que es teniente. ¡Qué ostia tienes, macho! –
–Me importa poco que me crea o no. Yo he querido hablar con usted para otra cosa relacionada con el presente inmediato. El futuro ya llegará, no se preocupe. –
–Eso, volvamos a lo realmente importante ¿Qué clase de acuerdo me quiere proponer? –
–Es inevitable que la guerra llegue a estos muros, tanto si mis camaradas alemanes prosiguen el avance como si ustedes, los franceses, inicial una ofensiva. Nuestra suerte está echada. –
–¿Y qué propone? –
–Un pacto entre caballeros. Unos u otros acabaremos siendo prisioneros del bando invasor de este convento. Debemos dar la cara ante nuestros superiores y velar por la vida de quienes resulten capturados. –
–No me parece adecuado. Si mis hombres llegan hasta aquí no permitiré que se salgan de rositas ni usted ni el mocoso que hay allí acostado. Son alemanes, son enemigos. –
–Me lo debe, capitán. –
–¿Y eso por qué? –
–Todos ustedes están heridos y desarmados. Podría haberles asesinado en sus camas sin ningún esfuerzo y largarme con mi chico a recoger una medalla de esas que dan a los soldados que más matan en la guerra. –
Queda pensativo durante un instante. Un leve temblor agita su cuerpo como un calambre. Creo que ahora se ha asustado al ver las cosas de ese modo.
–Tiene usted razón. De una manera u otra le debemos la vida. –
Ahora sí me tiende la mano para que se la estreche.
–¿De acuerdo pues? –
–De acuerdo, acepto el trato.–
Le ayudo a levantarse tomándole cuidadosamente del brazo izquierdo.
–Quisiera pedirle un favor, teniente. – me dice quejumbroso.
–Usted dirá.–
–Ahora al que le han entrado ganas de cagar es a mí. ¿Sería tan amable de ayudarme a bajarme los calzones? Yo no puedo hacerlo solo.–
–¡No me joda! –
–Venga ¿Qué le cuesta? –
–Está bien. Pero lo de limpiarle el trasero ya es otro cantar. Conmigo no cuente para eso, capitán. –
Y es en ese momento cuando abre la abadesa la puerta preocupada por la duración tan prolongada de nuestra conversación. Nos contempla atónita mientras el fulano francés permanece en pie y yo estoy agachado bajándole los groseros calzoncillos largos que viste este tipo.
–Disculpen ustedes. Por lo visto llego en el peor momento. ¿O debería decir en el mejor? –
–Oiga– protesto enérgicamente– No se vaya usted a pensar lo que no es. Y por cierto ¿Nadie le ha enseñado a llamar a la puerta especialmente cuando tenga que entrar en un aseo de caballeros? –
–¡Hombre, tampoco me esperaba esta escenita! Pensé en todo momento que estaban inmersos en otro tipo de maniobras militares. Pero si molesto, no se preocupen, ahora mismo me largo y les dejo con sus guarrerías. –
–No se vaya usted a pensar que todo el monte es orégano ni que al que madruga Dios le ayuda. – murmulla el franchute.
–¿Qué coño está diciendo usted? – le digo mientras le termino de bajar los calzoncillos y le siento en la taza.
–Yo que sé. Se me va la cabeza. En mi vida he pasado tanta vergüenza, teniente. –
La monja da media vuelta para volver a salir del retrete. Pero antes de cerrar la puerta sentencia:
–Les dejo solo con sus asuntos. Al fin y al cabo, prefiero que estén ustedes “forjando una gran amistad” antes que verles matándose como salvajes. –
–¡La madre que la parió! – exclama el capitán – Le ordeno a usted que vaya tras ella y le dé las explicaciones oportunas. Esto es un ultraje a mi impecable hoja de servicios. –
–¿Y qué quiere que le diga? ¿Qué he ayudado a un enemigo a que se siente a cagar tan ricamente? Eso también tendría efectos poco beneficiosos en mi expediente militar, créame. –
–¡Me cago en todos los santos que almuerzan y desayunan! – exclama vivamente enojado. – Esto no debe salir de aquí. Es un secreto que debemos guardar para siempre en beneficio de los dos. –
–No creo que esa bruja se vaya de la lengua contando que ha visto lo que no es. Pero tendré que tomar cartas en el asunto en cuanto me sea posible. He de demostrarle, de alguna manera, que no me gustan los hombres. Y supongo que a usted tampoco ¿Estoy en lo cierto, capitán de Gaulle? –
–¿A quién? ¿A mí? – ahora está enojado de veras– ¡Como te dé con la mano abierta te voy a dejar la cara como un mapa, asqueroso! ¿Qué insinúas? –
–Bueno ¿Cagas o no cagas? Porque me da que has montado este numerito para humillarme o enseñarme la minga. –
–Se me han ido las ganas de repente. Esta marrana me ha cortado el rollo. Ayúdeme a subirme la ropa de nuevo, hágame el favor, teniente. –
Vuelvo a levantarle y me agacho para subirle los calzones hasta su posición natural.
Y nuevamente el destino caprichoso y cabrón hace que coincida con la entrada súbita de otra monja.
La miramos atónitos como dos liebres cuando un coche les enfoca con las luces largas.
Por un instante queda paralizada ante semejante escena pero pronto se recompone y de su garganta sale un grito como de grulla silvestre:
–¡Madre, venga aquí! No va a creer lo que estoy viendo ¡Esto es Sodoma y Gomorra!–