Capítulo 18

Sor Chochette

Vuelve la novicia a los pocos minutos.

–La abadesa da su permiso para que el teniente se entreviste con ella en su despacho. Y atended al muchacho. Si Dios ha dispuesto que lleguen hasta aquí no somos quien para desobedecer sus designios. –

Ayudo a Türuten a incorporarse. El chico está muy débil y no es capaz de sostenerse por sí mismo.

–Acompáñenos hasta el claustro, les indicaré el camino. – dice la otra sin apartar su mirada de la de Stupiden.

La vieja se interpone en nuestro camino y se planta ante el sargento.

–No voy a consentir que en este santo lugar nadie vaya armado con un fusil. Debe dejarlo aquí o largarse con viento fresco. En la casa de Dios no están permitidas los trastos de matar. –

Traduzco a Stupiden que pone cara de desaprobación y niega con la cabeza.

–Ni hablar. Yo no me separo de mi armamento. No sabemos si existe alguna sorpresa entre estos muros. No me fio de nada ni de nadie. Puede tratarse de una encerrona. –

–No sea estúpido, sargento. Si hubiese alguna tropa al acecho ya nos habrían detenido. Obedezca a la abuela de Nefertiti y tengamos la fiesta en paz. Lo fundamental es que socorran a Türuten. –

–Está bien. Pero no me entusiasma para nada ir desarmado en lugares desconocidos ¿Queda claro? –

–Cristalino. Y deje usted de comerse con la mirada a la novicia ¿O es que piensa por un momento que no me he dado cuenta?–

–¿Y a ti que te importa? ¿Acaso en las casas de Dios no se predica el amor? –

–Te daba una hostia ahora mismo que iba a retumbar la capilla. Mantén tu polla a una distancia razonable de la muchacha. –

La otra monja me acompaña hacia el despacho de la abadesa.

Atravesamos un patio en el que otras hermanas cultivan hortalizas. Ante mi presencia me observan espantadas y se santiguan con tal fuerza que temo que de un momento a otro se salten un ojo.

Cuchichean entre ellas.

–¡Un alemán! Pero, a pesar de ser madurito está de buen ver. –

–Los he visto mejores. Hay un sacerdote nuevo en Bayona que quita el aliento. – responde otra mientras se apoya en su azada para observarme con curiosidad y sin disimulo ninguno.

Creen que no las he oído pero sus susurros no han sido lo suficientemente discretos. He llegado a escandalizarme. ¿En qué clase de tugurio con hábitos me he metido?

Penetramos en un edificio sobrio. Recorremos lo que debe ser un pasillo repleto de puertas de madera basta y austera. Deben ser las celdas de las monjas. Al final nos introducimos en el despacho de la Madre Superiora. Una habitación sin ningún lujo ni boato. Simplemente una mesa, varias sillas y una estantería grande en donde se apilan multitud de carpetas y papelotes. Sin embargo, la jefa de esta gente no está en su interior. Por una ventana se puede observar parte de la campiña bañada por un sol radiante.

Pasan unos segundos y una mujer madura, pero de mucha menor edad de la que esperaba, entra en la habitación. Es la abadesa.

Se planta ante mí y me mira de arriba a abajo.

–¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Su ejército ya no respeta siquiera los lugares sagrados? ¿Qué clase de bandidos asquerosos son ustedes los alemanes? –

–Escuche, señora, le doy mi palabra de honor de que no hemos llegado hasta aquí con la intención de hacerles ningún daño. –

–La palabra de un alemán. Eso no tiene ningún valor para mí. –

–No soy alemán. Soy español. Podría explicárselo. Supongo que lo entendería. Si se han tragado que Matusalén vivió ochocientos años, lo mío tampoco debería extrañarle en absoluto.–

–¡Español! ¿Sabe lo que significa la palabra de un español en Francia?. Poco menos que una cagarruta de perro. –

–Bueno, en España también, francamente. –

–¿Y qué hace un español en el ejército alemán? Tengo entendido que España es neutral en esta guerra ¿O acaso han tomado partido por esos energúmenos? No me extraña. España es tan especialita para según qué cosas… Y en el fondo siempre nos han odiado a los franceses desde lo de Napoleón. –

–No, no se trata de eso. Como le he dicho, es una larga historia explicar el por qué visto uniforme alemán. Pero no importa. Hemos venido a pedir auxilio para un camarada herido. Si le quieren socorrer quedaría eternamente agradecido y en caso contrario se me puede usted ir a la mierda con todo su predicamento en torno a la caridad cristiana. ¿Me he expresado con claridad? –

–Es usted un grosero. –

–Mi compañero está herido. No tengo ganas de perder el tiempo con exquisitos modales. Es lo que hay. –

La abadesa rodea su escritorio y se sienta en su sillón.

–Siéntese también, teniente. – me dice mientras señala una silla frente a su mesa. –¿Cómo se llama usted? –

–Teniente Gillempollenn. – contesto.

–¿Gillempollenn? Eso no suena muy español que digamos. –

–Por cuestiones que no vienen a cuento me cambié el nombre. Tuve que hacerlo. En realidad me llamo Juan Vicente Sánchez. Nací en Valencia. Y por cierto, toda presentación requiere de una reciprocidad. ¿Cuál es su gracia, Madre?–

–Soy la abadesa de esta monasterio. Sor Chochette, (los franceses no pronuncian la ‘e’ al final. Por lo tanto, inculto lector, debe usted interpretar que se llama “Sor Chochett” que ya nos vamos conociendo. Gracietas las justas (Nota del traductor)) para servir a usted y a Dios. Bueno, lo de servirle a usted todavía no lo tengo claro todavía. –

La mujer abre un pequeño cajón a su derecha, saca un paquete de cigarrillos Gitanes y enciende uno lentamente. Después lanza una bocanada de humo hacia lo alto. Su modo de fumar es tan elegante que no cuadra en una monja. ¡Qué coño! ¡No me esperaba que esa tipa con hábitos fumase siquiera? ¡Joder con el clero!

–Valencia, buenas naranjas. – me dice mientras me ofrece a mí otro cigarrillo.

–En efecto, y buenas paellas, Madre. –

–¿Qué son paellas? –

–Un plato exquisito que se prepara en una especie sartén grande y delgada. Lleva arroz, pollo, conejo y verduras. Pero no hay que echarle nada más porque entonces se convierte en arroz con cosas.–

–¿Sabe? Juan Vicente, o como quiera que se llame, es usted un hombre extraño. –

–Madre, yo le suplico que accedan a curar a mi compañero. Esta conversación no nos lleva a ninguna parte mientras mi amigo se desangra. –

–Tiene usted razón. Ya he dado instrucciones para que lo lleven a una estancia que nos sirve en enfermería. En este momento ya deben estar atendiéndole mis hermanas. –

Me pongo en pie y le tiendo mi mano.

–Se lo agradezco, Madre. Ha demostrado que la caridad cristiana es mucho más de lo que pone en los catecismos. En el fondo los alemanes también somos seres humanos e hijos de Dios. –

–Sí y también un poco hijos de puta, teniente. –

–No esperaba de usted semejante vocabulario, Hermana. ¡Qué desvergüenza!– le digo mientras retiro mi mano.

–Escucha, gilipollas, antes de meterme a monja tuve mi propia vida ¿Sabes? No existe burdel en París en el que no haya trabajado de jovencita. Acabé entre estos muros huyendo de una redada. Pero de eso hace ya muchos, muchos años. Aquí he encontrado la fe y el perdón de Dios. –

–Oiga, que yo no le he pedido su currículum ni me importa. Si Dios está conforme no soy quien para censurarle ni un ápice. Sólo quiero que salven a mi compañero. Después nos iremos por donde hemos venido y santas pascuas. –

–No es tan sencillo. Antes debo advertirle de un par de cosas, siéntese. –

–Usted dirá. –

–Como le he dicho, disponemos de unos aposentos habilitados como enfermería, pero debe usted saber que su compinche no es el único soldado moribundo que tenemos allí. –

–¿Tienen más heridos en el convento? –

–Sí ocho soldados, uno de ellos herido de gravedad y un capitán. –

–¿Alemanes? –

–¡Que hostias alemanes! ¡Franceses! –

–Espero que no le hagan ningún daño a mi camarada o les mataré en el acto. –

–Usted no va a matar a nadie. No voy a tolerar que la testosterona cabalgue como un potro en mi convento. Están todos bajo el amparo de Dios y deben respetar su casa. Al fin y al cabo son sus invitados. No sé en qué piensa muchas veces Nuestro Señor ni porqué le han traído a ustedes aquí pero ya se sabe que escribe recto con renglones torcidos. –

–Conforme, pero me gustaría hablar con ese capitán. Estableceré con él una pacto de no agresión mientras estemos bajo su cobijo en este convento, Madre. Además, quiero ver en qué estado se encuentra mi compañero herido. –

–No sé si esa es buena idea. –

–Le prometo que no pienso proseguir con esta guerra entre estos muros. Salvo que ese capitán se ponga borrico y tenga que partirle los morros, claro.–

–Me temo que eso no va a ser posible. Si entra usted en la enfermería con ese uniforme de oficial alemán se puede armar un jaleo del Demonio. Los soldados franceses podrían morir de un patatús al verle a usted e incluso lanzarle a la cabeza sus orinales o lo que tengan a mano. No tengo ganas de que se tenga que quedar también encamado después de eso o de tener que fregar todo el suelo manchado de orines y mierdas.–

–Insisto, Madre. No me tranquiliza que mi muchacho comparta habitación con el enemigo. Está indefenso. –

–Su muchacho, como usted dice, viste uniforme francés. Mientras no abra la boca para hablar su condenada lengua nada tiene que temer. En cuanto a usted, se me ocurre una solución para que pueda visitarlo. –

Hace sonar una campanilla que tiene sobre su mesa y una monjita entra en la habitación. La abadesa le hace señas para que se acerque a ella y le susurra algo al oído.

La chica asiente con la cabeza y se larga por donde  ha venido.

–¿Y dice usted que es valenciano? – me pregunta mientras apaga su cigarrillo en un cenicero de barro que contiene varias colillas.

–Así es. –

–Estuve en Barcelona una temporada hace ya muchos años. Una ciudad grande, bulliciosa y fantástica. –

–Supongo que visitando a la Virgen de Montserrat. –

–Jaja... ¡No!. Por aquel entonces yo recorría Las Ramblas en busca de clientes. Luego me situé en La Vía Layetana y allí monté mi propia casa de citas. Y todo hubiese ido como una seda si no fuera porque un jefazo de la Guardia Civil se empeñó en fornicar gratis a mi costa. La cosa acabó mal y un día vino con sus hombres a destrozar el local y detenerme. –

–Curiosa historia para una abadesa, perdone que se lo diga. –

–Como dicen ustedes, he sido cocinera antes que fraile. –

–Lo de fraile es aplicable, pero cocinar, lo que se dice cocinar, no fue precisamente su oficio principal. –

–¿Y usted? ¿A qué se dedicaba antes de convertirse en un criminal de guerra? –

–No soy un criminal. Jamás he matado a nadie ni lo haré nunca. –

–Tendré que creerle. En el fondo no parece usted un sujeto con malas intenciones. Pero en estos tiempos en el que todos los hombres portan un arma, nunca se sabe. Las pistolas son como los martillos, solucionan los problemas convirtiéndolos en clavos. –

Decido mentirle. En mis circunstancias, cualquier cosa es mejor que la verdad.

–Era carpintero, igual que el Jesús de Galilea al que crucificaron. –

–Hermosa profesión. Un carpintero siempre huele a virutas y serrín. La madera es el más noble de los materiales desde que colgó de una de ellas nuestro Santísimo Cristo. –

–Me va a perdonar usted, Madre, pero no sé a qué estamos esperando. Me da la sensación de que estamos perdiendo el tiempo. Insisto en ver a mi compañero. –

La puerta se abre de improviso y vuelve a entrar la monja con la que había cuchicheado algo la abadesa. Lleva entre sus manos una sotana limpia y perfectamente doblada.

–¿Qué es eso? –

–No voy a permitir que se pasee usted por este convento con su espantoso uniforme alemán. Sólo Dios sabe lo que podría ocurrir si algún soldado de los que tenemos alojados le sorprende de repente. Quíteselo y vístase con esta ropa de sacerdote, pertenece al Padre Canutett, nuestro confesor.–

–Conforme. Estoy acostumbrado a vestirme de cualquier manera. Si le dijese que hice fortuna vendiendo túnicas en Roma. –

–¿Se vuelven a llevar la túnicas en Italia? ¡Qué asco de modas! –

–No, no se preocupe usted. De eso hace ya muchos años. Ahora los italianos visten normal. ¡Una pena!–

Las abadesa se levanta de su sillón e indica a la otra que deben retirarse.

–Dejemos sólo al teniente para que pueda cambiarse de ropa. Después le acompañaremos a la enfermería. –

Tras unos segundos, salen de la celda y cierran la puerta. Me quedo un poco perplejo al comprobar que sólo me han traído una sotana y ni rastro de ropa interior. ¿Llevan los curas calzones? Lo ignoro.

Tras colocarme los hábitos, doblo cuidadosamente mi uniforme y lo meto en una bolsa de tela que la hermana ha dejado junto a la sotana. La celda es austera y no tiene espejos en donde contemplar mi aspecto. Mejor, no quiero ni imaginármelo.

–Ya estoy listo, Madre. – digo en voz alta para advertir a la abadesa que puede entrar.

Inmediatamente la puerta vuelve a abrirse y la mujer, junto con la otra monja me observan complacidas.

–¿Está seguro de que no ha nacido para cura? La sotana le queda como si se hubiese inventado para usted. –

–Ya ve, con cualquier trapito quedo resultón. –

La mujer se acerca a mí con un crucifijo de madera y me lo cuelga del cuello con delicadeza. Por unos instantes, su rostro permanece tan cerca del mío que siento un deseo irrefrenable de besarla.

Me mira directamente a los ojos y su mirada no es la de una monja madura y de vuelta de todo. Al contrario, en ellos se refleja la pasión de una novicia quinceañera y con las hormonas desbocadas.

Pasan unos tensos segundos. ¿Cuántos? ¡No lo sé! El tiempo se ha detenido. Ninguno de los dos se atreve a dar el paso definitivo. Al final, el carraspeo de la otra monja disuelve el encanto. Ha debido olerse la tostada. Sor Chochette se aleja de mí bruscamente.

–Bien, ahora acompáñeme a la enfermería. Le presentaré al capitán del que le hablé y podrá ver que su compañero está mejor. No tiene la pierna rota, sólo magullada y con una leve herida, según me ha dicho la hermana Sor Rita (Para el lector o lectora que tengan acento andaluz les pido que hagan un esfuerzo al pronunciar el nombre de esta monja. No es lo mismo “Sor Rita” que “Zo Rita” (Nota del traductor)), que está haciendo una gran labor como enfermera. –

Salimos del receptorio de la abadesa y recorremos durante un trecho varios pasillos hasta que llegamos a un soberbio patio rodeado de columnas de piedra y con una pequeña fuentecilla en medio. Después abre un portalón de madera gruesa y entramos en otra estancia que debió ser una especie de trastero abandonado y antiguo para obreros que trabajaran en alguna restauración del convento y que ahora sirve de enfermería improvisada.

Varios hombres yacen acostados en unas camas metálicas y uno de ellos permanece en pie intentando sostenerse a duras penas apoyándose en una silla grande.

Türuten está al final de la estancia ligeramente apartado del resto. Al verme entrar con mis pintas de pope, apunto está de exclamar algo.

Durante un instante temo lo peor. Como abra la boca este gusano nos van a descubrir. Afortunadamente, el chico reacciona a tiempo. Creo que ha debido morderse la lengua para permanecer callado.

Pero no, el muy canalla ahora está haciendo esfuerzos inhumanos para contener la risa.