Capítulo 17

La abadía

El asiento del conductor es bastante incómodo. Acelero ligeramente pero el trasto traquetea bruscamente. Türuten rueda por el suelo de acero y Stupiden se golpea la frente con el cañón del tanque. Estaba intentando ocupar el puesto de artillero. Sin embargo, ninguno de los dos protesta.

Poco a poco voy tomando el tranquillo a este monstruo. Mi modo de conducción es más suave, pero no es ningún mérito, con el pedal a fondo apenas avanzamos a cuatro o cinco kilómetros por hora.

Derribo algunos árboles que me impiden avanzar y no pocas veces nos atascamos en hoyos profundos. Cuando alcanzamos un terreno más llano, las cadenas resbalan por el viscoso barro y nieve sucia.

–¿Hacia dónde vamos? – me pregunta Türuten a gritos para que pueda oírle.

–Hacia el sur. Tenemos que poner tierra de por medio. Supongo que allí no habrá alemanes ni franceses partiéndose la cara como animales. Lo importante ahora es largarse de aquí a toda pastilla.

A través de la pequeña ventanilla que me permite ver algo, como corresponde a un conductor, observo un claro del bosque. Es un prado grande y blanco, inmaculado como una sábana de hospital e intacto todavía por la guerra.

Ni rastro de soldados franceses ni alemanes. Pongo rumbo a mismo. Estoy harto ya de tanto árbol y tanto bache ¡Error!

Nos hemos expuesto a miradas indiscretas. Un tanque no debe quedar a la vista de todo el mundo y menos esta tartana grotescamente grande y lenta como una tortuga con reuma.

Para rematar la faena, un olor a petróleo comienza a apestar todavía más el aire irrespirable.

–Se ha debido romper algún depósito de combustible con tanto ajetreo. Va a ser cuestión de apearnos. Como esto se pegue fuego vamos a asarnos aquí dentro.– les grito a estos dos.

Nos asfixiamos. Instintivamente abrimos la trampilla superior para tomar sorbos de aire limpio y fresco. Pero pronto tenemos que cerrarla a toda prisa. Un par de aviones “de los nuestros” nos han descubierto. Uno de ellos es rojo como un tomate campero.

–Mira, imbécil, – le grito a Stupiden. –¿No tenías tantas ganas de besar a tu querido Barón Rojo? Pues él te va a dar un beso en las nalgas. ¡Manda cojones!–

No tardan en picar sobre nosotros. Algunas balas rebotan contra el blindaje pero otras penetran en él sin mayor problema. Este trasto no podrá soportarlo. En el fondo no es más que un tractor con algunas planchas delgadas de acero como blindaje y unas cadenas estúpidamente grandes.

Türuten intenta cargar la ametralladora para hacerles frente pero es detenido en el acto por Stupiden.

–¿Qué vas a hacer, botarate? ¿No ves que son de los nuestros? –

–Son ellos o nosotros. ¿No lo ves? – protesta el chico.

–Es el Barón Rojo. Ni cien como nosotros vale lo mismo que él. –

Apago el motor. Estoy aterrorizado. Si alguna bala de las que nos impacta produce alguna chispa, el combustible estallará.

–Cuando se alejen un poco para dar la vuelta y volver al ataque saldremos a escape del tanque. Alejaros lo máximo posible. – les digo sin dejar de gritar. Mi voz suena como con eco en el interior del trasto este una vez que se ha hecho el silencio tras apagar el condenado motor.

Saltamos cada uno por una portezuela en direcciones opuestas. Los aeroplanos vuelven a la carga. Un tanque no es una pieza menor para esos coleccionistas de muerte.

Cuando están cerca dejamos de correr y nos lanzamos al suelo. A mi izquierda, a unos ochenta metros, está Türuten tendido boca abajo. Unas nubecillas de nieve a su alrededor me hacen temer lo peor. ¡Están disparando contra él!. Mi rabia es tal que golpeo con ambos puños la maldita nieve francesa sobre la que estoy tumbado.

Y después un estampido colosal. El tanque ha sido alcanzado y ha explotado como un globo. Enormes pedazos de metal caen a nuestro alrededor. Y tras unos instantes los aviones se largan tan campantes y permanecemos en el más absoluto silencio.

–¿Estáis bien? –

–Sí.– contesta el sargento mientras gatea hacia el muchacho. –Pero le han dado al mocoso. –

–¡Mierda! –

Corro desesperadamente hacia Türuten. Está tendido en el suelo llorando. Afortunadamente no está herido de gravedad. Sólo una pequeña herida en la pierna derecha producida por el roce de una bala disparada por el aviador hijo de puta o por alguna esquirla del tanque.

Stupiden llega a nuestro lado. Jadea como un cerdo por el esfuerzo.

–Está bien, sargento, una herida sin importancia. –

–Bendito sea Satanás. Hubiese sido una putada que lo matase mi héroe favorito. ¡Esto no se hace Von Richthofen! – dice agitando su puño apuntando al cielo.

–¡Joder! ¡Vaya tropa! Aquí cada loco con su tema. ¿Es o no es para cagarse en todo? –

Ayudo al chico a levantarse. Apenas sangra pero creo que tiene la pierna rota o al menos muy dolorida. Le sujeto por los hombros y probamos a caminar unos pasos. Parece que puede hacerlo con cierta dificultad. Por cada paso que da lanza un gruñido de dolor.

–Tenemos que largarnos de aquí inmediatamente. No tardarán en llegar los fisgones para averiguar qué ha pasado aquí. El ruido se ha debido oír hasta en Berlín. –

–¡Al bosque! ¡Rápido! Hay que esconderse cuanto antes. – vocifera Stupiden como si estuviésemos sordos.

Penetramos en el bosquecillo. La nieve nos llega casi a la rodilla. Andar un paso supone un esfuerzo titánico. Descubrimos lo que debe ser un camino pero ignoramos completamente el lugar en el que estamos y hacia dónde conduce esa senda.

–Tal vez sea un sendero que conduzca hacia alguna aldea o granja. Lo mejor será seguirlo pero sin exponernos. No sabemos si pudiera haber alguien escondido entre la arboleda. Lo seguiremos en paralelo sin arriesgarnos a que nadie nos vea. –poco a poco voy tomando la iniciativa como corresponde a un teniente ya veterano y experimentado.

Diez minutos después, el camino se convierte en una cuesta arriba de considerable desnivel.

Parece que nos conduce a una especie de colina en la que han desaparecido los pinos y se han convertido en cipreses altos como gigantes.

Cuando llegamos arriba echamos cuerpo a tierra inmediatamente. Nos topamos con un edificio antiguo y de dimensiones considerables.

–¡Es un convento! – susurra Stupiden.

–Eso parece. Pero no sabemos si habrá o no tropas francesas en su interior. –

–Lo mejor será no meternos en más jaleos por hoy. Sugiero que volvamos a bajar la colina y cambiemos de plan. – ahora el sargento parece que se acobarda ante lo desconocido.

–No, no veo a ningún centinela haciendo guardia en la puerta, ninguna bandera ni rastro alguno de vehículos militares. –

–Es igual,  nos largamos. No me da buena espina este local tan terrorífico. Prefiero mil veces el frente de batalla. Eso por lo menos lo conozco bien. –

–El chico está herido. –le contesto– Necesita cuidados en su pierna o podría gangrenarse la herida. Si esto está lleno de monjas no se me ocurre mejor lugar para que le socorran. –

–Lo que ordenes, mi teniente, pero luego no digas que no te lo he advertido. Todo esto me da muy mala espina. –

–¡Vaya! Ya soy tu teniente. Te ha costado bastante asumirlo. –

–Teniente o no, eres un imán para recibir las hostias. Mientras todo siga así, todo es correcto. Esta es la aplastante lógica de un suboficial alemán. –

Después de lo que has hecho con el tanque enemigo, creo que algún día se te reconocerá tu acto heroico. Hasta puede que te hagan una figura en el Museo de Cera del Ejército. Pero si quieren ser fieles a la realidad, deberían hacerte la cara de cemento. –

Stupiden ignora mi comentario. Está escudriñando los alrededores del convento.

–¿Cómo vamos a entrar? Nos verán mucho antes de llegar a la puerta.–

–Seguiremos el plan acordado. Yo iré delante con una mano en alto y la otra ayudando a Türuten a caminar. Usted nos seguirá apuntándome con el fusil como si me llevase detenido. –

–Me parece bien. Venga, en marcha–

–Un momento, antes de nada tengo que ver que su fusil está descargado. No es que no me fíe, llámelo instinto de supervivencia de viejo soldado veterano. –

–¡Hay que joderse! – me dice indignado mientras me entrega el arma para que la inspeccione. Ninguna bala en la recámara. Perfecto.

Llegamos al enorme portalón de madera. Stupiden aporrea con la aldaba varias veces. El interior parece retumbar como una campana vieja.

Una portezuela se abre y asoma la cara de una monja tan anciana que parece tener el cutis hecho de cartón.

Primero observa a Stupiden y después descubre con horror mi uniforme alemán y a Türuten colgando de mi hombro como una marioneta rota.

La Sainte Vierge. – dice en exquisito francés y con una voz que suena mucho más vieja de lo que su rostro nos podría indicar.

Stupiden se acerca a mí y me susurra al oído.

–Creo que esta bruja se ha olido la tostada. Me está pidiendo la contraseña para entrar. –

–No seas borrico, ha dicho “Ave María Purísima”, es lo que dicen las monjas educadas cuando alguien llama a la puerta. Sigue apuntándome con el arma y deja que  hable yo con ella. –

Me acerco a la portezuela mientras ella retrocede un poco intimidada por mi uniforme de oficial alemán.

–No tema nada de mí, Madre ¿O debería llamarla hermana? Sinceramente no conozco los parentescos protocolarios cuando se trata de hablar con monjas. –

–Soy la hermana Sor Domuda. ¿Y quién es usted y a que ha venido a la casa de Dios? No creo que sea de su agrado dar cobijo a un asesino alemán. –

–Escuche, hermana, no soy alemán. Eso se lo puedo jurar ahora mismo ante Dios y todos los santos que considere usted oportunos. –

–Soy vieja pero no estúpida. Su uniforme lo dice bien claro. No pienso abrirle la puerta. ¿Me toma por imbécil?–

–Escuche, sólo quiero que socorran a mi compañero herido. Le repito que no soy alemán. Si el problema son mis ropas de oficial enemigo estoy dispuesto a quitármelas aquí mismo, delante de usted. –

Se santigua varias veces como si estuviese hablando con el diablo en persona. Después cierra de golpe la ventanilla por donde se asomó.

–¿Y ahora qué, teniente sabelotodo? ¿Tenemos un plan B? –

–Estoy seguro de que nos abrirá la puerta y nos dejará entrar. Para esta gente todos somos hijos de Dios. Me apuesto lo que quiera, sargento. –

Escuchamos un ruido metálico de cerrojos abriéndose. La puerta gira sobre sus goznes con un chirriante sonido. Estas bisagras no han conocido el aceite desde hace años.

–No olviden que van a entrar ustedes a la casa de Dios. Sean bienvenidos a nuestra humilde morada pero respeten en lugar en donde se encuentran. Aquí la guerra no existe porque el diablo no tiene cabida entre estos muros. Esta casa es propiedad de Dios.–

Entramos lentamente observando todo como niños de excursión a un museo antiguo. El receptorio es elegante y nada austero. Tiene unas imágenes de santos a tamaño natural que son soberbias, talladas en fina madera y policromadas con un arte excepcional. Las paredes y los techos están completamente pintados con motivos religiosos.

–¡Humilde morada, dice la tía bruja! Cambiando el decorado y quitando el incienso, parecería que estamos entrando en un lujoso burdel de Berlín.– exclama Stupiden.

La mujer se asusta de tal modo que tropieza al dar un paso atrás y cae de culo en el empedrado.

–¡Su compañero habla alemán! ¿Qué significa todo esto? ¿No habrán venido a violarnos ni nada de eso, verdad? –

–¿Qué dice la cotorra esta? –Stupiden sigue siendo el mismo gañán que conocí a las puertas de fuerte Douaumont.

–Ha descubierto que somos alemanes y teme por su virginidad. –

–Pues dile de mi parte que no tiene por qué preocuparse. Que no me seduce la idea de acostarme con alguien que podría ser mi bisabuela. ¿Con que clase de hombre cree que está hablando? –

Dejo a Türuten sentado en un sillón enrome y ayudo a la mujer a levantarse.

–Nada tienen ustedes que temer de nosotros. Sí, es verdad que pertenecemos al ejército alemán, pero no hemos venido a hacerles ningún daño. Somos prisioneros evadidos de un destacamento francés. Pedimos su auxilio y que socorran a nuestro compañero. Es sólo un niño y tiene una pata rota,  eso es todo. –

–Es usted un embustero. Hace un momento juró por Dios y los Santos que no era alemán y ahora me sale con estas. –

–Mi caso es especial. Créame que no soy lo que aparento. –

Unos pasos procedentes del interior del convento nos sobresaltan. Dos monjas mucho más jóvenes aparecen de improviso por una puerta. Stupiden, en un acto reflejo las encañona con su fusil. –

–¿Qué está ocurriendo aquí, Madre? –preguntan asustadas a la anciana.

–No lo sé. Estos soldados han pedido que les abriese la puerta y lo he  hecho. –

–¿No ve, Madre, que uno de ellos es alemán? –

–No, no lo es. Me lo ha jurado.–

–Chochea usted, Sor Domuda, ahora seguro que nos van a asesinar, o lo que es peor, a arrebatarnos la honra.

–¿Y tú que haces apuntando a dos monjas siervas del Señor en lugar de pegarle un tiro al oficial alemán? – dice una de ellas encarándose con Stupiden

–Escuche– intervengo– los alemanes son ellos. Nos hemos intercambiado los uniformes debido a una historia muy larga de contar y de la que de todas formas no creerían ni una palabra. –

–¿Qué les estás diciendo a estas dos? –

–Cállese, sargento. Intento arreglar este embrollo de monjas y soldados. –

La otra monja jovencita, casi una novicia, comienza a gritar.

–¡Y ahora todos hablan en alemán! ¡Ya podemos darnos por jodidas, hermanas. –

–No adelantemos acontecimientos. Cálmense todas, se lo suplico. Todo tiene una explicación más o menos razonable. Pero lo primero es lo primero. –

Les señalo con mi dedo índice a Türuten que está sentado como un muñeco y debilitado por su herida.

–¿Qué le pasa a este? ¿También es alemán el puto crío o es francés? Llevan ustedes un  lío de uniformes que no hay quien se aclare.–

–¡Sor Domuda! ¿Qué forma de hablar es esa para una monja? – reprendo a la vieja.

–¡La que me sale del higo! – responde con brusquedad. Me deja atónito. No esperaba esta respuesta de la anciana beata.

–No haremos nada sin el permiso de la Madre abadesa. – dice, y luego se dirige a una de las jóvenes. –Avisadla, decidle que tenemos un asunto grave y que debe tomar cartas en el asunto. Para eso es la abadesa ¿No es así? –

La muchacha se retira a la carrera. Oímos sus pasos acelerados alejarse por un corredor.

–¿Qué hay de mi compañero herido? ¿Le van a socorrer o esperamos al Espíritu Santo para que le recomponga la pierna rota? –

–Esperaremos instrucciones de la Madre Superiora. De momento sólo puedo ofrecerle un vaso de agua. Nada más. –la mujer se acerca con un vaso de cristal lleno de agua que ha llenado directamente del repositorio del agua bendita.

–Preferiría un consomé calentito. Tengo todo el cuerpo helado. – dice Türuten casi en un suspiro.

–¿Qué ha dicho este canijo hijo de Belcebú? – me pregunta la momia.

–Que le está muy agradecido por su hospitalidad. Los alemanes también saben valorar un acto de misericordia. –

Sorprendo a Stupiden mirando fijamente a la otra monjita. Ella también tiene sus ojos clavados en el de este mamarracho. Sus miradas no dicen nada pero lo dicen todo. Me está pareciendo que aquí el único disparo que se va a producir es el del impresentable de Cupido, siempre dispuesto a enredar en las vidas ajenas pero al que no se le conoce novia alguna.