Tras casi veinte minutos interminables recorriendo el oscuro túnel, salimos levantando una losa camuflada a una especie de ermita oculta en un bosquecillo. Sin duda, es un pasadizo secreto que se excavó cuando construyeron el fuerte por si las cosas se ponían difíciles y había que poner los pies en polvorosa.
El párroco se está limpiando con un trapo la imagen de un santo al que le reza con fervor.
–San Patroclo, líbranos de nuestros enemigos. Tus hijos de Francia te necesitan en estos nefastos momentos de guerra y horror. –
Su voz suena como retumbando como corresponde a esos sitios cuando el cura habla.
–Mándanos una señal y envíanos la salvación. –
Cuando nos ve aparecer saliendo del suelo uno tras otro, con caras cubiertas de hollín y rezongando por el esfuerzo, le da un patatús de tal calibre que diríase que levita a juzgar por la longitud de sus saltos cuando huye a toda velocidad. Me gustaría que alguien lo hubiese grabado para verlo a cámara lenta. Juraría que sus pies no tocan el suelo en ningún momento.
Con disimulo echo una mirada por una minúscula ventana que está a mi espalda. Puedo ver a través de ella que el fuerte está muy lejos de nosotros.
Un soldado nos empuja de modo inhumano y caemos los tres al suelo. Stupiden se golpea con el altar en la cabeza pero afortunadamente conserva su casco de acero todavía puesto y aquello suena como una campana.
El sargento Pierre Trette se dirige a la puerta de la iglesia y la abre con precaución. Asoma su jeta al exterior y hace señales con un pañuelo blanco que agita con su mano derecha. Seguramente debe haber tropas francesas en el bosque.
Oímos perfectamente cómo de entre los árboles los sonidos de los cerrojos de los fusiles se amartillan. Los soldados que se hayan apostados entre la arboleda han visto al sargento en la puerta de la ermita.
–¿Sois franceses? – pregunta alguien desde la espesura.
–Sí, venimos del fuerte Douaumont. Acaba se ser tomado por los alemanes. –
–No me fío, .si de verdad sois franceses conoceréis la contraseña.–
–Déjate de hostias, tenemos que salir pitando. Una vez tomado el fuerte, el enemigo puede avanzar sin obstáculos y pronto estarán aquí. –
–Las cosas hay que hacerlas bien. Ahí va la pregunta: “Pourquoi le chien de San Roque n'a pas de queue ? –
–Parce que Ramon Ramirez l'a coupé. –
–Correcto ¿Ves como no cuesta nada hacer las cosas bien? –
–Putos protocolos, así no vamos a ninguna parte. ¿Acaso no ves que somos franceses? Pues ya está. ¡Qué manera de hacer perder el tiempo a las personas! –
–¿Entonces el fuerte Douaumont ha sido capturado? No puedo creerlo. Oímos el bombardeo continuo pero teníamos la esperanza de que resistiríais. –
–No te puedes imaginar lo que ha sido este asedio. Hemos aguantado hasta el final. ¿Pero qué quieres que hiciéramos menos de ochenta soldados contra todo el ejército alemán? –
–Resistir como valientes. ¿Por qué habéis dejado la fortaleza en manos del enemigo sin morir antes que huir?
–¡Mira el tío machote! No hablarías así si te hubiese tocado estar dentro. No me jodas. Y no hemos abandonado el fuerte, ha sido más bien una retirada estratégica. Muertos o capturados no valdríamos para servir a Francia. Ahora podemos contraatacar y darles su merecido a estos salvajes. –
–¿Cuántos sois en la ermita? –
–Nueve y yo mismo, sargento Mayor Pierre Trette. Al mando de esta tropa.–
–Que salgan y se unan a nosotros. Vamos camino a Thiaumont. Allí se está organizando un gran ejército para hacer frente a esos cafres prusianos. –
A una señal del sargento, salimos lentamente por el portón de la ermita. Cuando nos toca el turno a nosotros, se arma una escandalera de mil demonios.
–¡Alemanes! Es una trampa. Abrid fuego.– grita el que ha estado hablando con el sargento.
–¡No!– exclama providencialmente Pierre Trette. – Son prisioneros que hemos capturado en el fuerte. Los llevamos detenidos para ver si de sus bocazas sale algo interesante para organizar el contraataque. –
–Vaya, si traéis a un teniente y todo. Ese sí debe saber bastante acerca de planes enemigos. –
–Seguramente, pero yo tampoco daría un solo franco por eso. Probablemente tenga de teniente lo que yo de cura. –
–¿Qué quieres decir? ¿Es teniente o no? –
–Pues va a días. Depende de cómo se vista. –
–No entiendo nada, sargento. Pero es normal que esté usted un poco confuso después de lo que ha debido soportar durante el asedio al fuerte. –
Permanecemos firmes ante esa turba de soldados maleducados. Uno de ellos acerca su feo rostro a milímetros del mío. Ha debido comer gato muerto a juzgar por su aliento.
–Teniente, me vas a comer los huevos, cabrón. – me grita de manera soez. No, no me gusta su actitud pero creo que es mejor mantener la boca cerrada.
Otro se planta ante Türuten que tiembla de miedo
–¿Y tú que haces aquí? ¿No deberías estar con tu puñetera madre en tu cochina Alemania? ¿Qué se le ha perdido a un mamarracho en miniatura como tú en la santa tierra francesa? – el chico no entiende francés y no sabe lo que le está diciendo esa especie de hombre de Cro-Magnon escandaloso.
–Vaya, pero si lleva un cornetín y toda la pesca. Atención señores, estamos ante el Mozart de Verdún. – dice mientras le arranca la corneta del cinturón y la aplasta con su bota cochambrosa.
El chaval llora y se agacha para recoger lo más preciado que tiene, su corneta abollada. Pero el bruto francés le abofetea sin compasión.
–¡Al muchacho ni tocarlo o juro por Dios que te mataré! – grito sin medir mis palabras ni mi situación.
Alguien me propina un golpe por la espalda en plena nunca y caigo desmallado en el acto en un apestoso charco medio helado.
Despierto tumbado en la plataforma de un camión destartalado. No sé cuánto tiempo llevo inconsciente. Türuten me observa mientras abro los ojos y contemplo un cielo gris y borrascoso a través de agujeros en la lona que sirve de techo.
–¿Te encuentras bien Gillempollenn? – me dice mientras mis ojos todavía distinguen de modo borroso su rostro compungido.
–Creo que sí. Pero me duele la cabeza de modo intolerable. –
–¡Silencio, cabrones! Nadie os ha dado permiso para hablar. – es un cabo mal encarado que fuma un cigarrillo y está sentado en uno de los bancos del camión junto a otros soldados que nos custodian.
Intento tocarme la cabeza para aliviar el dolor de mi chichón pero tengo las manos atadas a la espalda y me es imposible hacerlo.
–Tú, ayuda al cerdo de tu teniente a levantarse y sentarse. – dice el cabo a Stupiden.
Me incorpora como puede. Me duelen las muñecas. Han atado mis manos con tal fuerza que sólo siento en ellas un hormigueo.
Transcurren unos minutos. El camión sube casi milagrosamente una cuesta embarrada. Cuando llegamos a lo alto, descubro con horror que en el valle está todo el ejército francés preparado para un ataque definitivo.
Miles de hombres, cañones, interminables hileras de obuses listos para ser usados, cajas y cajas de munición.
Circulamos un buen rato entre toda aquella parafernalia. Entramos en una especie de aldea. Es un pueblecito pequeño pero precioso. Sus casitas han sido ocupadas por los oficiales de aquel contingente de tropas que parece no tener fin. El camión, finalmente se detiene y dos soldados saltan al suelo y nos encañonan.
–Bajad. Hemos llegado. – dice el cabo francés que aplasta la colilla de su cigarrillo en el piso del camión mientras él también se levanta perezosamente y se apea de la plataforma.
Cuando ponemos pie a tierra, varios soldados se percatan de que somos alemanes y se arremolinan a nuestro alrededor. De sus bocas salen tal cantidad de insultos que tememos que alguno se pase de la raya y comience a golpearnos.
Pero no ocurre nada de eso. Formamos una fila y penetramos en una casa que debe ser una de las más importantes del pueblo. Dos centinelas cuidan la puerta y una bandera francesa sucia y con algunos rasguños ondea desde el balcón del segundo piso. Debe tratarse del Puesto de Mando improvisado.
Descendemos por una escalera empinada. Nuestras manos a la espalda hace que mantengamos el equilibrio a duras penas mientras bajamos los peldaños estrechos y resbaladizos. La penumbra reina en este sótano.
Un soldado muy joven abre una puerta de madera y nos indica que entremos en una especie de habitación que había servido como pequeña bodega pero que ahora ha sido habilitada como calabozo.
–Desnudaros y poned vuestras ropas junto a la puerta. Después alejaros hasta la pared opuesta. Vamos a registrar hasta la última costura de vuestros uniformes. Tal vez llevéis encima algo que pueda interesarnos o con lo que podáis hacernos algún daño. –
Hace un frío que toca los cojones en este habitáculo húmedo y cerrado. Pero no queda otra que obedecer. En pocos minutos estamos vestidos igualito que el padre Adán. Pero, a diferencia de este, no disfrutamos de ningún paraíso ni de una mísera hoja de parra.
He perdido la noción del tiempo. La oscuridad es casi completa. Debe haber caído ya la noche pero no puedo asegurarlo. Este calabozo no tiene ningún tipo de ventanuco por donde observar el exterior.
El mismo soldado que se llevó nuestras ropas tiene la piedad de lanzarnos un par de mantas gruesas y sucias. Nos cubrimos con ellas y poco a poco entramos en calor. No es nada agradable permanecer en pelota viva cuando hasta un pingüino tiritaría de frío en este lugar.
–Buena nos la ha jugado el francés de los cojones. –dice Stupiden en un lamento.
–Hemos picado como pardillos. ¿Y ahora qué hacemos? – le respondo entre tiritones.
–Tú sabrás, para eso eres el teniente. –
–¡Qué bonito! Ahora sí soy teniente ¿No? Me parece que pronto se te han olvidado las circunstancias de mi ascenso. –
–Hasta ahora no me ha ido mal. A Türuten le han dado unos meneos y le han roto la cuerna, a ti te han inflado a hostias y a mí no me han tocado un solo pelo. Es una suerte ser un simple sargento. –
A punto estoy de partirle la cara cuando la puerta se abre de improviso y dos soldados entran en la habitación apuntándonos con sus fusiles.
–Teniente, venga con nosotros. –
Me levanto, observo la cara del muchacho. Está aterrado y tan convencido como yo de que esta será la última vez que nos veamos. Seguramente van a fusilarme.
Me atan las manos a la espalda con una cuerda de esparto y salimos del calabozo. Recorremos un pasillo corto hasta que llegamos a una puerta cerrada. Un soldado llama con sus nudillos. Una voz desde el otro lado nos da permiso para entrar.
La habitación debe ser el comedor principal de la casa. Por una ventana grande se divisa una campiña a punto de ser invadida por un sol naciente entre algunas nubes. Lo típico: Voy a ser fusilado al amanecer.
Han habilitado una mesa como despacho improvisado. Un capitán está sentado tras ella. Ya no me impresiona nada. Estoy resignado a mi suerte. En la pared que hay tras él, una foto de un matrimonio recién casado. Deben ser los auténticos propietarios de la casa que han sido desalojados para instalar en ella el Cuartel General. ¡Hay que joderse en la tonterías en las que se fija no cuando su cabeza ya no da para más! –
Me cuadran ante el oficial. Él revisa unos papelotes sin prestarme atención y sin levantar su mirada hacia mí.
–¿Teniente Gillempollenn? – me pregunta al fin.
–El mismo que viste y calza. – respondo.
Por primera vez se digna a mirarme.
–Pues teniendo en cuenta que no lleva usted zapatos y que va completamente en cueros, no parece la mejor respuesta. Y por cierto, la tiene usted como el nudito de un globo.–
–¿Y qué quiere? Estoy en pelotas y a un grado bajo cero? Sáquese usted la suya y comparamos. –
Un soldado me abofetea.
–¿Qué maneras son esas de contestar a mi capitán? –
–No le pegue usted más, soldado. Tiene razón. Traigan su uniforme y que se vista. Un oficial debe ser tratado con respeto aunque sea enemigo. Los franceses tenemos clase y principios.–
Al poco, entra en la habitación un soldado de Intendencia. Me entrega mis ropas recién lavadas, planchadas y con una leve fragancia a suavizante. ¡Estos franceses no cambiarán nunca! –
Me desatan las manos y me visto a toda velocidad. Qué agradable sensación el estar nuevamente vestido con mi viejo uniforme que ahora está suave como si fuese de seda y no huele a pólvora, a tabaco, a sudor y a culo.
–¿Cómo es que habla usted francés tan perfectamente? –
Toca inventarse una historia llena de mentiras. ¿Cómo voy a decirle la verdad?
–Hace años estuve viviendo en París. Obtuve una beca para estudiar en la Universidad de la Sorbona. Pero lo dejé. Me enamoré de una chica y ya sabe, tiran más dos tetas que dos carretas. Pasaba más tiempo con ella rezongando en la cama que estudiando. Al final me expulsaron debido a mis malas notas y me dediqué a la pintura.
–¿Se convirtió en artista famoso como Monet? –
–No, pintaba casas y habitaciones que se alquilaban a la orilla del Sena. Ganaba lo justo para sobrevivir en una pensión de mala muerte. Pero en Alemania las cosas estaban todavía peor. –
El capitán vuelve a revisar sus papelotes.
–Bueno, queda aclarado. Pero su vida me interesa una verdadera mierda. Acabó usted nuevamente en Alemania y en su apestoso ejército. Eso es lo que importa ahora.
–Así fue. Pero me alistaron a la fuerza. Obtuve trabajo en Hamburgo como sexador de pollos, pero mi índice de aciertos era lamentable. Un día mi jefe me echó una bronca descomunal. Le partí la cara y pinté en los azulejos del retrete su viva imagen cagando. Me denunció y un juez dictaminó que me alistasen al ejército para ver si espabilaba y hacían de mí un hombre de provecho. Yo no tengo nada en contra de Francia.
–Pues parece que lo consiguieron. Ha llegado usted a teniente. –
Decido no explicarle que todo es una farsa. He visto en las películas que a los oficiales se les trata mejor que a la simple tropa.
–Sí, pero no sacarán de mi ninguna información que les sea útil. Soy uno de esos oficiales que recibe órdenes sin saber el motivo ni los planes. Obedezco y hago obedecer a mis soldados. Usted es también militar y sabe de lo que hablo.
–Correcto, pero tengo en el informe que participó en el primer ataque al fuerte Douaumont y después en el segundo, en el que ha sido capturado. ¡A saber a cuantos de los míos ha asesinado usted! –
–Rigurosamente cierto, salvo que no he matado jamás a nadie. He cumplido con mi deber. Eso es todo.–
–¿Qué voy a hacer con ustedes tres? Son un estorbo.–
–Haga lo que quiera, capitán. Pero le suplico clemencia para el chico. Es solo un niño. –
–Sí, un niño como otros miles que luchan en uno y otro lado. Pero lo que importa es que lleva uniforme enemigo. Por lo que respecta a mí y a mis hombres, es otro de los cerdos alemanes maleducados que combaten contra nosotros. –
De pronto unos silbidos siniestros rompen el silencio. La algarabía que se forma es épica. Nuestros artilleros han debido descubrir ya lo que se cuece en este campamento y nos bombardean de tal modo que me parece estar en el interior de la campana del infierno.
Dos obuses caen simultáneamente en la casa. Todo es polvo y humo. No consigo oír nada porque mis oídos han debido estallar. Sólo son capaces de emitir un pitido molesto. El capitán que me interroga está tendido en el suelo. Una viga del techo lo ha aplastado. Está muerto. La habitación comienza a arder.
La polvareda y el humo es de tal calibre que es imposible diferenciar mi uniforme de los del resto de soldados franceses que corren a uno y otro lado sin saber exactamente qué hacer.
¡Türuten! ¿Seguirá con vida en el calabozo? Se me ponen los pelos de punta. Otros obuses estallan tan cerca que la onda expansiva reverbera en mi pecho. Los cristales de las ventanas estallan.
Salgo de lo que era el comedor de la casa. El pequeño pasillo que me separa del calabozo se me antoja ahora kilométrico.
La puerta está cerrada y el centinela que permanece de guardia está tan aterrorizado que se limita a observarme mientras doy una patada al portalón y lo abro de par en par. Con sorpresa compruebo que aquí no hay nadie.
–¿Dónde están los prisioneros alemanes que había aquí? – le grito al soldado para que me escuche entre el estruendo de las explosiones y que sigue con cara de bobo mientras le agarro de las solapas de su guerrera y le zarandeo violentamente.
–Se los han llevado hace unos minutos– me responde lloriqueando.
–¿Dónde están ahora? –
–No lo sé. –
Con una mano tiro del soldado francés. Salimos al exterior de la casa. Ya es sólo una hoguera gigantesca. Los que estén todavía en el interior se deben estar asando como pollos.
Ha amanecido completamente. Las bombas caen por todas partes. El soldado al que he salvado la vida se percata por fin de que no soy uno de los suyos. Ahora distingue perfectamente que mi uniforme es el de un teniente alemán.
Se postra de rodillas ante mí. El miedo hace que se orine encima y las perneras de su pantalón adquieren un tono marrón oscuro al mezclarse el polvo con los orines.
–No me mates, tengo mujer y dos niñas pequeñas.– suplica lastimeramente. Con el pánico no se ha dado cuenta de que voy desarmado. –
Una bomba estalla a veinte metros de nosotros. Caemos al suelo como sacos de escombros. Cuando el humo se disipa y cesa la lluvia de piedras, veo que el hombre está tumbado en el barro. Ha perdido el conocimiento pero no creo que sus heridas sean graves. Mejor, si hubiese gritado dando la alerta algún colega suyo me hubiese disparado y a otra cosa mariposa.
Corro desesperadamente entre el caos. Me refugio tras una especie de casucha medio destrozada ya por las bombas pero que no arde.
¡Gillempollenn! Oigo que alguien me llama desde algún punto que no consigo localizar.
¡Son Stupiden y Türuten! Están escondidos entre los escombros.
–¡Bendito sea Dios! Os daba por muertos. –
–Y así hubiese sido. Nos llevaban al paredón cuando se inició el bombardeo. Pero hemos tenido tanta suerte que somos los únicos supervivientes del pelotón de fusilamiento. –
–¿No se dignaron ni siquiera a mataros dignamente? ¡Seguís desnudos como gusanos! –
–Es lo que hay. Pero tú parece que has tenido más suerte. Tu uniforme está impecable y huele a puta. –
–¿Cómo consientes que te hable así un sargentucho? – Türuten sigue sin saber de la misa la mitad.
–Si te parece le presentamos armas.– contesta de malos modos Stupiden mientras se lleva las manos a la polla. –
–Callaros los dos. Bastante tenemos con el escándalo que hay aquí montado como para tener que escuchar a dos gaznápiros. Tenemos que salir pitando. –
El bombardeo arrecia. Todo parece volar por los aires. En pueblo no queda ya ninguna construcción intacta. El campanario de la ermita cae como un fósforo agotado en mitad de la calle.
–Mi teniente.– exclama Stupiden que parece que ha asumido por fin mi rango– Dile a este mequetrefe que me trate con el debido respeto que merece un sargento prusiano o le meto la corneta por el culo. –
–¡Basta! Buscad entre los muertos unos uniformes y nos largamos de aquí cuanto antes. No quiero corretear por el bosque con dos tipos en cueros detrás de mí.–
Como hienas salvajes inspeccionan los cadáveres de los soldados franceses que no han podido sobrevivir al bombardeo. Hay donde elegir. Pero sólo los uniformes de los que han perecido a consecuencia de las ondas expansivas son aprovechables. No están muy rasgados y no tienen rastro de sangre.
Stupiden ha apoderado de una granada y un cartucho de dinamita que ha encontrado tirado entre unas cajas de munición. Supongo que al ser Ingeniero, es algo intrínseco a él llevar siempre algún petardo con el que armar escándalo. La cabra siempre tira al monte.
Al poco vuelven a las ruinas de la casa en donde les espero. Se visten a toda velocidad. Türuten no ha encontrado un traje de su talla y parece un payaso cuyas ropas son demasiado grandes para él. Ambos se han provisto de un fusil francés y una pistola.
–Ya estamos preparados ¡Vámonos de aquí!–
–Pero tú sigues con el uniforme de teniente alemán. Seguramente te van a volar el culo en cuanto te vean los franchutes. Deberías disfrazarte de un modo más adecuado.–
–No me gusta nada todo esto– me dice Türuten– Si nos pescan con uniforme francés nos tomarán por espías e iremos derechitos a la pared. ¿No es cierto, mi sargento? –
Stupiden se vuelve hacia mí con mirada asesina.
–Eres un granuja. Por eso no te vistes de franchute como nosotros. –
–Lo he pensado. Este uniforme alemán será nuestro pasaporte. Si nos sorprende algún francés le diremos que me habéis capturado y si volvemos a nuestras líneas les diré que os he capturado yo. Es una idea fantástica y se me ha ocurrido a mí solito. –
–¡Sí señor, un genio! – me dice Stupiden con ironía. – ¿Pero cómo le decimos a los franceses que eres nuestro prisionero? Ni Türuten ni yo sabemos ni papa de francés. –
–No hace falta que les digáis nada. Bastará con que os vean apuntándome con vuestras armas y yo mantenga las manos en alto. Pero no metáis ninguna bala en la recámara. ¡Que os conozco!–
–A falta de un plan mejor haremos lo que dices. ¿Y ahora hacia dónde vamos? –
–Tenemos que aprovechar el bombardeo. Los soldados están en desbandada general y no creo que se fijen en nosotros. Es una lotería corretear por aquí y que nos caiga una bomba en el culo pero es ahora o nunca. En cualquier sitio estaremos mil veces más seguros que aquí ¡Vamos! –
Correteamos en zigzag por entre la arboleda. Una espesa neblina provocada por los incendios nos impide ver con claridad el suelo por donde pisamos. En tres ocasiones hemos caído en cráteres de obús todavía humeantes y calientes.
Llegamos a una pequeña colina. Desde aquí se divisa todo el pueblo, o lo que queda de él. Siguen cayendo bombas por todas partes. Pero allí ya no queda nadie, al menos con vida.
El grueso del ejército acantonado en el pueblo se ha replegado más al este y ahora están a salvo.
–No creo que sea buena idea retroceder hasta nuestras líneas ahora. Probablemente comenzarán a avanzar como locos y nos liquidarán en cuanto nos descubran. En el fragor del combate no dedicarán demasiado tiempo a comprobar que somos alemanes. Ya sabéis, primero disparar y luego preguntar.–
–¿Y qué hacemos? Estamos en un verdadero apuro. –
–No lo sé. Pero tampoco podemos permanecer aquí mucho rato. Este no es lugar seguro. Pronto estaremos entre dos fuegos. –
Un ruido extraño que no habíamos escuchado nunca parece aproximarse hacia nosotros. Nos escondemos entre unos peñascos y esperamos acontecimientos. A medida que el sonido se hace más potente, el suelo parece temblar ligeramente bajo nosotros.
–¿Qué mierda es eso? – Türuten señala asustado hacia algo monstruoso que viene derechito en dirección a nosotros.
–Parece una especie de bañera gigante. – Ninguno de los dos ha visto nunca un tanque. Pero yo sí sé lo que es eso. La muerte vestida de acero.
–Escondeos inmediatamente. Si nos ven estamos listos. Es una arma temible del enemigo. ¡Un carro blindado! De nada sirve dispararle. Nuestras armas no pueden hacerle frente. –
El motor del armatoste suena como una manada de rinocerontes desbocados. Pasa a escasos metros de nosotros pero no nos ha visto. Estos tanques tan primitivos no disponen de mirillas para ver a su alrededor. Sólo el conductor puede ver el camino frente a él a través de una pequeña escotilla. Poco a poco avanza hacia las posiciones alemanas.
–¡La madre que los parió! – susurra Stupiden–Esa mierda rodante puede acabar con medio ejército ella solita. ¿De dónde han sacado esta gentuza semejante engendro? –
–¡Cállate y esconde el culo. Viene otro! –
–¡Santa Madre de Satanás! Esto es el fin. Tenemos que hacer algo. –
–Lo mejor es que no te muevas. Estos trastos llevan ametralladoras y un cañón bien gordo. ¿Acaso estás cansado de vivir, Stupiden? –
–¿Cómo se dice amigo en francés? – me pregunta algo nervioso.
–Mon ami ¿Para qué quieres saberlo? ¿Te han entrado ganas ahora de hacer un curso de idiomas? –
–¿Mon ami? ¡Joder que cosa más cursi! Pero no te preocupes, sé lo que hago.–
Súbitamente, sale del agujero en el que permanecemos escondidos, levanta las manos y las agita frente al espantoso vehículo y gritando “Mon amí” como si fuesen las únicas palabras que existiesen en todos los idiomas.
Y sorprendentemente el monstruo metálico se detiene a unos centímetros de él.
–¿Qué está haciendo ese loco? – Türuten está tan aterrorizado que tiembla como un postre de gelatina.
–No lo sé. O está completamente majareta, como dices, o es el acto de heroísmo más grande que haya visto en mi vida. –
Se abre una trampilla del tanque y asoma su cabeza un suboficial. Su cara está completamente llena de carbonilla y a simple vista podría parecer negro.
Con evidentes gestos de enfado ordena a Stupiden que se aparte y deje libre su camino. Pero el motor del tanque suena tan fuerte que me es imposible saber qué le está diciendo ese loco a al tanquista. Él también gesticula con ambas manos indicándole no sé qué.
Esperamos de un momento a otro que el monstruo avance y convierta a nuestro sargento loco en una masa informe pero contra todo pronóstico, ambos dejan de discutir, se abre una portezuela y el imbécil suicida de Stupiden sube a bordo.
Pasados unos segundos, nos parece oír un tiroteo en el interior de la máquina. Pero no podemos asegurarlo. El ruido es tan ensordecedor que cualquier sonido es liquidado a su alrededor.
–¿Qué hacemos? – me pregunta Türuten gravemente afectado por lo ocurrido.
–¿Yo que sé? ¿Acaso te crees que soy una especie de oráculo?. Lo mejor es que sigamos escondidos hasta que esta bestia se largue de aquí. Si nos descubren ya podemos darnos por jodidos. Tendremos que hacernos la idea que Stupiden ya no es de la cuadrilla ¡Hay que ser imbécil!–
Y cuando ya pensábamos que ese trasto seguiría su camino hacia la muerte y pronto nos dejaría en paz, las trampillas del tanque se abren súbitamente y comienzan a salir los tripulantes con cara de espanto. Huyen en todas direcciones.
Aparece por la escotilla superior el feo rostro de Stupiden. Sonríe como si su bocaza no supiese hacer otra cosa.
–¡Por todos los demonios! – grita indicándonos que nos acerquemos.
–¡Stupiden! – Exclamamos el chiquillo y yo al unísono.
–Este tanque, o como se llame este trasto, es inglés. ¿Qué hacía esta gente entre soldados decentes? – nos dice desde la torreta.
–¡Estás vivo! – mi sorpresa es tal que me pinchan y no me sacan sangre.
–Por supuesto. Los que están muertos de miedo son estos seis paletos que iban dentro. –
Türuten y yo nos miramos estupefactos.
–¡Él solo ha podido con esta maquinaria del infierno! Merece una medalla ¿No lo crees así Gillempollenn? ¡Es un héroe!– El chico no sale de su asombro.
–Bueno, no sé si es merecedor de una condecoración o de un certificado del psiquiatra que especifique claramente que este individuo no está en sus cabales.–
–Es la guerra. Y el deber de un soldado es acabar con el enemigo. ¿Qué clase de teniente eres? Además esos tipos iban derechitos a liquidar a nuestros compañeros. Debería haberlos matado dentro de ese trasto gigante.–
Türuten carga su fusil para intentar asesinar a alguno de los soldados que huyen del tanque a la carrera. Instintivamente le empujo para impedir que dispare contra ellos.
Me ajusto el caso de acero y escupo en el suelo. El chico me mira estupefacto.
–Lamentablemente puede que tengas razón. – le agarro de las solapas de su uniforme francés y le zarandeo– ¿Pero hacia dónde se dirige la humanidad? No es lógico que gente muera por una bandera, una insignia, un himno. Eso no engrandece a nadie. Al contrario, humilla a la especie humana. –
–No entiendo qué estás haciendo, Gillempollenn ¿No estamos en guerra? Nuestra labor es acabar con el enemigo antes de que éste acabe con nosotros. – Su rostro muestra decepción.
–Escucha, hijo, procura no matar nunca a nadie por muy soldadito valiente que te creas que eres. La guerra acabará y tal vez no puedas soportar en tiempos de paz a los fantasmas de esos hombres que has asesinado cuando, en el silencio de la noche, tu conciencia te los presente como una película grotesca y terrorífica ¿Comprendes? –
–¡Eres un cobarde! – Türuten llora de rabia. Arroja su fusil al suelo con violencia.
Stupiden nos sigue gritando para que subamos a bordo del tanque.
–¿Qué demonios ha pasado? – sigo sin dar crédito a todo este embrollo.
Subimos al vehículo por una puerta trasera. En su interior contemplamos, una vez más, el horror de la guerra. El vehículo cuenta con un cañón principal montado sobre lo que podríamos llamar la cubierta del carro, dos cañones más ligeros en los costados y una ametralladora pesada con munición suficiente como para acabar con una compañía. Los ingenieros han hecho un buen trabajo ¿Un buen trabajo? Bueno, es un modo de hablar. Estudian una carrera para terminar haciendo máquinas para matar.
Dentro, el tremendo calor del motor nos golpea como una bofetada. Es difícil respirar aquí dentro un aire enrarecido. El primitivo tanque no está todavía bien diseñado y no todo el humo de la combustión sale por los tubos de escape y el espantoso ruido del motor es todavía peor que fuera.
Me planto ante Stupiden que ha bajado de la torreta superior y nos espera dentro como una azafata para darnos la bienvenida a bordo.
–¿Cómo demonios te has apoderado de este trasto y por qué ha salido huyendo su tripulación. –
Sonríe. En la penumbra del interior me parece estar ante la viva imagen de un loco de remate.
–Son unos novatos. No deberían haberme dejado entrar en su vehículo. En cuanto estuve dentro saqué un cartucho de dinamita e hice intención de encenderlo con mi cigarro. Creo que todavía huele a mierda aquí dentro, mezclada con los gases del gasóleo. ¡Menudo tufo! ¡Huele que corrompe!–
–¡Joder! ¡Vivir para ver! Y yo que pensaba que te habían liquidado nada más entrar! –
–¿Sabrías conducir este trasto hacia un lugar más seguro? –Stupiden está en su salsa con la adrenalina por encima de lo soportable para un ser humano.
Observo los controles de esta máquina tan primitiva. Apenas un par de palancas, un acelerador y un freno.
–Sí, es pan comido. Este tanque puede ser nuestro transporte para ir a alguna parte ¿Pero a dónde? –
Los genuinos tripulantes del tanque han hecho cuerpo a tierra y nos disparan con sus pistolas. Ordeno a Türuten que se asegure de que todas las portezuelas hayan quedado cerradas y acelero levantando un montón de nieve y barro tras nosotros.
Stupiden les devuelve los saludos con la ametralladora. Afortunadamente su puntería con ese trasto es manifiestamente mejorable. Las balas levantan nubecillas de nieve a muchos metros de dónde están los ingleses. Lentamente nos alejamos y esos tipos dejan de disparar. Es inútil. Sus caras de frustración deben ser un poema.
No me gustaría estar en su lugar cuando tengan que dar explicaciones a sus superiores acerca de cómo les han birlado el tanque de una manera tan tonta. Tendrán que inventar una historia más consistente. La verdad no siempre es la mejor versión.
¡Que se jodan!