Prisioneros de guerra
En estos días hemos escuchado ruidos de movimientos de nuestras tropas detrás de nosotros. Indudablemente se prepara un asalto en condiciones al fuerte.
La comida se nos ha agotado. Decidimos que lo mejor es retroceder hasta nuestras líneas e incorporarnos a alguna compañía alemana avanzada. Pero el prisionero francés es un problema.
–Vigila al franchute. Que no se te escape bajo ningún concepto. Ahora vuelvo. – me ordena Stupiden.
Sale sigilosamente, amparado por la oscuridad. Desconozco que trama esa especie de mono uniformado. Vuelve pasada una media hora con ropa alemana.
–¡Una carnicería! –dice mientras se introduce entre las ruinas donde permanecemos el preso y yo en silencio.
–¿Qué trae usted, mi sargento? – pregunto mientras veo que bajo su sobaco izquierdo oculta una especie de fardo.
–Necesitamos hacer pasar a este imbécil por un soldado alemán. He ido al lugar en donde el teniente Galarga y el resto de desgraciados que le acompañaban atacaron la guarnición. Están todos muertos pero he conseguido un uniforme en buenas condiciones para vestir a este cabrón. –
Extiende la ropa sobre una piedra plana.
Desgraciadamente, sólo el uniforme del teniente estaba en buen estado y sin rastro alguno de sangre. Póngaselo usted, Gillempollenn. A mí me viene grande y dele el suyo al francés. –
–No me gusta en absoluto ponerme las ropas de un muerto. Probablemente traiga mala suerte. Pero tampoco es la primera vez. Uno se termina acostumbrando a todo.
–Ayudamos al prisionero a desnudarle y pronto viste mi uniforme de cabo. Yo me enfundo el del teniente. Hace tanto frío que apenas tengo tacto para abotonarme la camisa y el chaquetón.
El sargento Stupiden pasa revista para comprobar que vamos correctamente uniformados.
–Gillempollenn– me dice– No vaya usted a creer que porque ahora tiene las insignias de teniente vaya a tener más rango que yo. Esto es sólo una pantomima. Cuidadito con faltarme al respeto que te reviento. –
Hoy es 21 de febrero de 1916. De madrugada, un sonido estridente y desagradable como él solo, nos sobresalta. A mí, especialmente, porque si no fuera porque lo dejé a buen recaudo en casa de Colette, juraría que pertenece a la corneta de Türuten.
Se desencadena un intenso fuego de cañón procedente de nuestras líneas. El fuerte Douaumont comienza a sufrir un bombardeo de obuses a gran escala.
Retrocedemos con prudencia hasta nuestras líneas hasta que somos descubiertos por una patrulla de infantería apostada entre unos pedruscos.
–¡Alto! Nos gritan mientras oímos perfectamente como amartillan sus fusiles dispuestos a no dejar de nosotros más que un montón de carne inerte. Levantamos nuestros brazos con tanta energía que parece que van a salir volando hacia el espacio.
–¡No disparéis! ¡Somos alemanes! – grita Stupiden con tal fuerza que su eco nos responde desde todas partes.
–¿Qué hacéis aquí? – Nos pregunta un brigada bigotudo asomando su fea jeta por entre los pedruscos.
–Somos los supervivientes del primer ataque al fuerte. Quedamos nosotros tres. El resto ha sido liquidado. –
Debido a mi uniforme de oficial, debo ser yo quien lleve el peso de la conversación.
–Soy el teniente Gillempollenn. Todos mis hombres han muerto como héroes luchando hasta el último aliento. Estos dos valientes y yo hemos corrido mejor suerte. Esta vez Dios ha estado de nuestro lado. –
–El brigada sale de su parapeto con cierta desconfianza. Un par de hombres le siguen hasta llegar a nuestra altura sin dejar de apuntarnos con sus fusiles. –
–¿Gillempollenn? No me suena de nada su nombre. Tengo entendido que el asalto lo comandaba el teniente Von Hever Galarga. –
¡Hostia puta! He vuelto a meter la pata. La cara del Stupiden es un poema. Ha llegado la hora de sacar a relucir el ADN español e improvisar sobre la marcha.
–Así fue. Pero, como usted sabrá, el teniente Von Herver sufría de disentería y pasaba más tiempo bajándose los pantalones que dirigiendo a sus hombres. –
–No sabía nada de eso. –
–Pues así fue, murió poco antes del ataque completamente deshidratado a consecuencia de sus continuas cagaleras. Yo era el suboficial de mayor rango de entre sus tropas y me ascendió a teniente para continuar la lucha. Y así lo hicimos. Su heroísmo y memoria no merecía menos. Sin embargo, la cosa se complicó y los franceses nos dieron lo nuestro. –
El brigada parece que se ha tragado toda esa sarta de mentiras. Ahora se cuadra militarmente como corresponde a un saludo de un inferior hacia un heroico oficial alemán.
–Este es el sargento Stupiden, de Ingenieros. Hizo un gran trabajo de demolición. Creo que le voy a mencionar para una medalla de las gordas. –
Ambos se saludan marcialmente.
–Y este es el soldado Franchu Telacölé. Desgraciadamente respiró gas de cloro y sus cuerdas vocales se vieron perjudicadas. Es mudo. Y para rematar, una explosión le dejó sordo. Así que vamos a proponerle para una licencia absoluta. Un soldado sordomudo no suele ser útil en campaña. No pierdan el tiempo intentando establecer una conversación con él.–
–Es un honor conocer a soldados que lo han dado todo por la patria alemana– me dice el brigada que se ha tragado toda esta historia de opereta. Mira compungido al soldado francés tan afectado por la guerra. Definitivamente, el brigada es un imbécil.
Nos señala un punto estratégico en donde está instalada una cocina de campaña. El olor a comida caliente hace que el francés comience a babear como un bebé hambriento. Le advierto que debe permanecer siempre callado como corresponde a un mudo que se precie.
Un soldado nos llena de sopa unas escudillas metálicas. Nos sentamos sobre unos sacos terreros devorando aquel guiso como si jamás hubiésemos probado bocado en nuestra puñetera vida.
Ningún oficial superior nos hace preguntas. Yo soy uno más de esos tenientes atareados en organizar a sus tropas. Los tres calaveras pasamos desapercibidos entre este colosal caos.
Durante los días 23, 24 y 25 de Febrero, los pobres soldados franceses que defienden a duras penas el fuerte, conocen en primera persona lo que es la puerta del infierno.
Reciben el impacto de unos ochocientos proyectiles de mediano y gran calibre. Una batería de obuses superpesados de 420 mm, los temibles Dicke Bertha alemanes, dejan caer intermitentemente sus proyectiles de más de 800 kilos sobre el fuerte, Todo vuela por los aires.
Los artilleros sudan como gorrinos a pesar del frío. No cesan de cargar obús tras obús a los glotones cañones que trabajan a destajo.
No paro de pensar en que si tanto esfuerzo humano, económico y despliegue de todo tipo de medios materiales, se emplease en el bienestar de las personas, tendríamos tal calidad de vida que incluso nos podríamos bañar todos los días con leche de burra, como Cleopatra.
Pero desdichadamente se emplea para la guerra. No hay otra actividad que consuma tales recursos y que sea aceptada por los pueblos como algo intrínsecamente necesario. Indudablemente el ser humano se extinguirá a la larga porque tiene un depredador natural implacable: Él mismo.
Voy con la mosca detrás de la oreja. Sospecho que el bobo de Türuten anda cerca. Hay que ser un imbécil de tomo y lomo para volver a la guerra y abandonar lo más parecido a un hogar que le pude ofrecer.
Pregunto por la ubicación del Puesto de Mando a unos soldados. Mis galones de teniente tienen la ventaja de hacer de mí un oficial respetado por la tropa. No tardo en dar con el soplapollas de Türuten. Lo sorprendo medio dormido entre unos sacos de tierra y con la cabeza apoyada en el estuche de su máscara antigás.
–¿Se puede saber qué demonios estás haciendo aquí, pedazo de tondo del haba?. –
El chico se despierta lo suficiente como para ver mi graduación, pero no me reconoce en el acto. Se pone en pie y se cuadra militarmente.
–A sus órdenes mi teniente. Estoy descansando. El Comandante en Jefe apenas me da un respiro entre un toque y otro. –
–Sí, ya lo he oído. Tu corneta suena cada vez más desafinada. Te arrancaría la piel a tiras si no fuera porque tengo los dedos entumecidos de tanto frío. Estos guantes de lana se humedecen y son una mierda inservible. –
–¿Gillempollenn? – el muchacho casi sufre un síncope al percatarse de que, efectivamente, soy yo.
–El mismo. ¿Qué coño estás haciendo aquí? ¿No podrías haber estado tan ricamente con Colette y su padre? ¡Hay que ser un capullo integral para volver al frente, mamarracho! –
–¿Ahora eres teniente? ¡Joder! Estás haciendo carrera en el ejército tan rápidamente que parece increíble. A este paso en primavera ya serás general.–
–No me cambies de conversación. Sí, me he convertido en teniente y procura no tocarme más los cojones o te corto el pelo de tal modo que hasta las pulgas van a creer que tu cabeza es un descampado para hacer botellón. –
Le agarro fuertemente del brazo para llevarlo a un lugar más discreto en el que hablar. Aquí hasta los casquillos de bala vacíos tienen oídos.
–Tuve que volver al ejército. Una tarde se presentaron unos partisanos de la Resistencia Francesa en casa de Colette. Con el tiempo justo de no ser sorprendido me escondí en el estercolero de los cerdos. La zahúrda olía tan mal que no registraron allí. –
–¿Le ocurrió algo a la muchacha o a su padre? –
–No. Afortunadamente no me vieron y tampoco sospechaban nada. Fueron a la casa para comer algo y curar las heridas de uno de sus compañeros. Si se hubiesen figurado que escondían a un alemán estarían muertos el padre y la hija. –
–Me alegro. Esa pobre gente no merece las calamidades que están pasando por culpa de esta maldita guerra. –
–Decidí que no quería volver a ponerles en peligro y esa misma noche desaparecí sin decirles nada. No tenía dónde ir y he terminado en mi lugar. Vuelvo a ser el corneta del coronel. –
–¿Y cómo no ha sospechado nada? Yo mismo le dije que habías muerto. –
–El que murió fue él. El coronel Schürzenjäger no pudo resistir los picores en los huevos y se suicidó. Al parecer pescó una plaga de ladillas en un burdel de mala muerte al que acostumbraba a ir por las noches. Ahora está al mando otro coronel, Von Walter Momíx. –
Abrazo al muchacho. El gesto que ha tenido corresponde a un hombre decente, valiente y honrado. Me siento orgulloso de él. No puedo remediar emocionarme por tan excepcional comportamiento.
Un capitán nos sorprende mientas permanecemos abrazados.
–¡Teniente! – grita– Sus marranadas son impropias de un oficial alemán. ¿Qué hace abrazando a ese chico? ¿No le da a usted vergüenza? –
–No es lo que parece, mi capitán. Ese chico es…–
–El teniente es mi padre, mi capitán. – Türuten se acaba de pasar mil pueblos. Pero su explicación produce el efecto deseado.
–En ese caso les pido disculpas a los dos. Resulta entrañable ver cómo dos generaciones de la misma familia luchan juntas por la patria alemana. ¡Enternecedor!–
El capitán se larga por dónde ha venido y a mí sólo se me ocurre dar una patada al trasero del puñetero corneta. –
–¿Tu padre? ¡No me jodas! ¿Te has vuelto loco? –
–Bueno, eres lo más parecido que he encontrado en este condenado ejército al padre que nunca conocí. –
El sargento Stupiden aparece de improviso.
–Tenemos que largarnos a toda prisa. Se prepara el asalto al fuerte. Mueve el trasero, Gillempollenn. No hay tiempo que perder. –
–¿Qué forma es esa de hablar a un teniente, sargento? – grita Türuten al ver la falta de respeto de este sujeto bajito, rechoncho, al que se le ha roto un cristal de sus gafas y parece el muñeco de un ventrílocuo.
–¿Teniente? Os voy a dar una manta de ostias a los dos que se os va a ir la tontería. – responde Stupiden con los brazos en jarras.
–No le hagas caso, hijo, un trozo de metralla le golpeó el casco y le debió afectar al poco seso que ya traía de casa. –
–¿Hijo? ¿Este mocoso indisciplinado es tu hijo, Gillempollenn? –
–No, es una forma de hablar. El chico apenas tiene dieciséis o diecisiete años. Pero por la edad podría serlo. –
–Ya me parecía a mí que de tu chorra no podría salir un chaval tan bien plantado. Pero es necesario que nos sumemos al 24º Regimiento de Bradenburgo. Mañana van a intentar tomar el fuerte y es preciso que nosotros también estemos presentes por lo que ya sabes. –
–El muchacho viene con nosotros. Eso es irrenunciable, sargento. –
–Ni hablar. El asunto debe llevarse con la máxima discreción. Cuantos menos coman del pastel a más tocamos cada uno. –
–Pues entonces búsquese a otro que le traduzca las instrucciones del franchute. A mí todo este asunto del tesoro me la trae floja. –
–Como quieras, que venga con nosotros. No nos vendrá mal un poco de ayuda si las cosas salen mal. Pero queda bajo tu responsabilidad. Y su parte saldrá de la tuya. No pienso repartir ni un solo marco con nadie. –
–No entiendo nada, Gillempollenn. ¿O debo llamarte teniente? –
–Haz lo que te salga de los cojones. Ya te enterarás de lo que nos llevamos entre manos el sargento y yo. De momento haz como lo monos tibetanos: oír, ver y callar. ¿Entendido? –
El 25 de febrero por la mañana, soldados del 24.º Regimiento Brandeburgo alemán consiguen aproximarse a fuerte Douaumont por el ala norte.
Allí estamos el sargento Stupiden, el franchute con mi uniforme de cabo, Türuten y yo.
La mayor parte de la guarnición francesa se ha refugiado en los niveles inferiores para escapar del incesante bombardeo.
Los puestos de observación están abandonados. Solo un pequeño equipo de artilleros manejan la torreta de 155 mm, disparando sin un objetivo claro. Están desesperados y muertos de miedo.
El foso del fuerte está indefenso. Nadie maneja las ametralladoras. Unos diez zapadores alemanes, liderados por el sargento Félix Kunze,
logran alcanzar dicho foso sin encontrar oposición. La extraña tranquilidad reinante en la enorme fortaleza nos desconcierta a todos.
Entre esos soldados que atacan con saña el fuerte, evidentemente no estamos nosotros cuatro. Nos escaqueamos siempre en la retaguardia. No hemos venido a ganar guerras mundiales sino a robar a manos llenas el famoso tesoro que el franchute nos ha prometido.
Durante un tiempo, el sargento Kunze recorre los túneles desiertos de la fortaleza hasta que, guiado por el eco de los disparos, logra dar con el equipo de artillería que maneja el cañón de 155 mm en la torreta. Aprovechando el factor sorpresa los captura y los encierra. La guarnición francesa, compuesta en total por unos 67 hombres, es hecha prisionera por una veintena soldados alemanes sin haber disparado un solo tiro.
Ha llegado nuestro momento. Stupiden hace rato que tiene agarrado el brazo del francés para que no se escape o se una a sus compañeros. No podemos consentir ninguna de las dos cosas. Si se acerca a los prisioneros podrían reconocerlo en el acto y desenmascararlo. Nuestro destino como traidores estaría escrito en piedra.
Los soldados del 24.º Regimiento Brandeburgo registran palmo a palmo todas las galerías, pasadizos y búnkeres en busca de defensores franceses. Pero aquí no queda nadie más. Decidimos entrar en la fortaleza y guiados por el prisionero, encontrar el tesoro donde quiera que lo tenga oculto.
Un teniente nos da el alto al vernos.
–¿Quiénes sois! ¿Qué hacéis aquí? No he dado orden alguna de que vagabundeaseis por estos pasadizos.–
Entro en acción. Para eso yo también soy teniente, de pacotilla, pero teniente.
–Acompaño al sargento Stupiden y a dos de sus hombres. Son ingenieros zapadores y les he ordenado que registren bien todos estos túneles por si los franceses han dejado alguna broma oculta. No me fío de que el fuerte no haya sido minado. Quiero comprobar personalmente la existencia de trampas.–
–Tiene usted razón, teniente. Nunca hay que fiarse del enemigo y menos de estos tipos que se han rendido tan fácilmente. Seguro que algo traman. –
Enciendo un cigarrillo y ofrezco otro al oficial.
–¿Cómo has dicho que te llamas? –
–Teniente Gillempollenn, 5º de Infantería. –
–¡Vaya, es un honor conocerte, Gillempollenn, eres ya un militar famoso después de sobrevivir al primer ataque al fuerte. – me ofrece su mano para que se la estreche. – Yo soy el teniente Fritz Pälamosqen. Del 24º de Brandemburgo. –
–Encantado. Pero tenemos mucho trabajo que hacer estos tres hombres y yo. Figúrate, Fritz, podríamos volar todos si no hacemos bien las cosas. –
–En ese caso, te prestaré un pelotón. No conviene que vayáis vosotros solos por estos andurriales subterráneos. Cuantos más ojos inspeccionen las instalaciones más seguros estaremos.
La cara de Stupiden es la viva imagen de la estupefacción. Pero hoy estoy inspirado y no tardo en dar con la respuesta adecuada.
–Nada de eso. Si las sospechas del sargento Stupiden, aquí presente, son ciertas, esos cerdos habrán puesto suficiente dinamita como para volar media Francia. No queremos más bajas. Además, hay que ser experto en esas cosas. No voy a consentir que ningún aficionado hurgue entre estos muros sin saber lo que hace. Explíqueselo usted, sargento. –
Stupiden saca lo mejor de sí mismo:
–Como artificiero, lo he visto ya muchas veces: se abre una puerta conectada interiormente con un cable a una bomba: Boom. Una piedra inocente en mitad del camino tapa una mina, un soldado bobalicón le da una patada: Boom. Un imbécil metódico coloca correctamente un cuadro torcido: Boom…. –
El teniente Fritz muestra profunda preocupación en el rostro.
–Caballeros, será mejor que les deje tranquilos y no interrumpa su trabajo. Buena suerte.– y se aleja a grandes zancadas de nosotros teniendo especial cuidado en no tocar nada y caminar sobre las huellas que sus propias botas han dejado impresas cuando ha venido a interrogarnos.
–Bueno, podemos movernos libremente por el fuerte. Dile al franchute que nos lleve directamente al escondite. – Stupiden se muestra impaciente para recoger las ganancias.
Con precaución recorremos un túnel tras otro. Bajamos dos niveles. Estos sótanos son enormemente largos. Una pátina de musgo cubre las paredes húmedas de los pasadizos. Hace mucho frío. Nubecillas de vaho salen de nuestras bocas jadeantes por la caminata.
–¡Este imbécil se ha perdido! – cuchichea el sargento.
Pero el francés parece que sabe bien lo que hace.
Türuten está nervioso. El chico no sabe en qué tipo de embrollo le hemos metido y el discursito de Stupiden acerca de los explosivo no le ha resultado tranquilizador. Sujeta su fusil apuntado hacia todos los lados imaginables. No hay rincón en estos búnkeres que no inspeccione a fondo en busca de enemigos, trampas, bultos sospechosos o sabe Dios qué.
–Guardad silencio absoluto. – cuchichea el francés– el simple sonido de nuestras pisadas reverbera por toda la galería y puede llamar la atención de alguno de vuestros camaradas alemanes. Estamos cerca y no conviene que nos oiga nadie. –
–¡El mudo habla! – Türuten está estupefacto– ¡Y en francés! ¿Qué es todo esto Gillempollenn? –
–No es momento de dar explicaciones. Tenemos cosas más importantes que hacer. Pronto sabrás de qué va todo este asunto. –
A un lado del túnel, casi al final del mismo, hay una gruesa puerta de madera cerrada a cal y canto. El francés detiene sus pasos.
–Es aquí. Detrás de este portalón está lo que tanto he deseado. Ahora preparaos para lo que vais a ver con vuestros propios ojos. ¡No lo vais a creer! –
Lentamente descorre un grueso cerrojo y abre la puerta de par en par. Las bisagras chirrían. Stupiden lo aparta de un empujón y entra decido a recoger sus ganancias prometidas.
–¡Hostia puta! – le oímos exclamar desde dentro de la cueva. Ha debido ver algo inconcebible para su cerebro de libélula.
El francés se coloca tras de Türuten y de mí y nos propina tal empujón que entramos a tropezones en la sala que ocultaba la puerta.
Seis soldados franceses, fuertemente armados nos apuntan con sus fusiles. Sus largas bayonetas casi se clavan en nuestras tripas.
El francés es el último en entrar. También es detenido en el acto.
–No disparéis. Soy el sargento Mayor Pierre Trette. ¿Acaso no me reconocéis, merluzos? –
Uno de los soldados le quita el casco alemán y contempla su cara.
–Sí, mi sargento. ¿Pero qué hace usted con uniforme alemán? ¿Se ha pasado al enemigo?–
–Es una larga historia. Pero ahora quiero ropa decente. ¿Tenéis por ahí algún uniforme francés? Este me produce urticaria cada vez que toca mi piel. Resulta sólo adecuado para vestir a cerdos como estos tres. –
La sorpresa nos impide mover un solo músculo. ¿De dónde ha salido esta gentuza? Se supone que el fuerte había sido limpiado de enemigos franceses.
A patadas nos obligan a acurrucarnos en un rincón. Reina una oscuridad casi absoluta, sin embargo, no es suficiente como para que no podamos verles los rostros.
–Bueno, mi sargento– dice un soldado con más años que la polka. – ¿Les damos ya matarile a estos maleantes alemanes? –
–No. Me perdonaron la vida cuando fui detenido y me han tratado razonablemente bien. Los llevaremos a la gendarmería. Seguro que allí los oficiales de inteligencia sabrán qué hacer con ellos. Tal vez puedan sacarles información que nos sea útil. –
–Yo creo que lo mejor es liquidarlos y punto pelota. Al fin y al cabo son alemanes y el fusil es para disparar ¿No es cierto? –
–Sí, líate a tiros y nos oirán hasta en Berlín ¿Quieres que baje todo el ejército alemán a buscarnos, estúpido? –
–Podemos ahogarlos con un cordón de zapato. Nada mejor que eso para evitar ruiditos indeseados. –
–He dicho que no. Los llevaremos con nosotros. Y no se os ocurra decir nada que no deban saber, el teniente habla francés perfectamente. Chitón. –
–Vaya, un teniente alemán con sus medallitas y toda la parafernalia. Hace tiempo que deseaba tener a un cabrón de esa calaña ante mí. Este va a desear no haber salido nunca de su puta Alemania. –
A estas alturas, estoy más que convencido de que mi vida como gilipollas ha llegado a su fin. Maldita la hora en la que acepté esta
misión. Intento desesperadamente aclarar la situación a estos salvajes.
–Señores, lamento decirles que no soy teniente ni nada de eso. En realidad el que está al mando es el sargento Stupiden. –
La hostia que me da el bruto de Matusalén resuena por todo el corredor.
–Además de criminal eres un cobarde. ¿Desde cuándo un sargento tiene más mando que un teniente? Ten un par de huevos y asume tu condición de oficial y no enmierdes a tus propios hombres. –
–El franchute tiene razón. – Dice el cabronazo de Stupiden. Ahora ya no pone tantos remilgos a que yo sea su superior.
–¿Cómo sabes lo que ha dicho el francés? –
–No sé qué farfulla ese tipo, pero mientras todas las hostias te vayan a ti, estoy conforme con lo que diga. –
–¡Silencio! No quiero que volváis a abrir la boca hasta que se os de permiso. cabo Prepuciet, átelos y póngales una mordaza. Y los demás recojan todo el armamento y munición que puedan y nos largamos de aquí a escape.–
Tras atarnos con fuerza las muñecas y amordazarnos con trapos sucios y aceitosos de los que se usan para limpiar las ametralladoras, nos conducen a los tres por unos estrechos pasadizos.
De vez en cuando nos pinchan el culo con la punta de sus bayonetas para que no nos detengamos y porque disfrutan con el mero hecho de hacerlo. Han sufrido tanto con nuestros ataques durante los últimos días que no me atrevo a censurar su comportamiento.
–¿Cómo es posible que les trajera derechitos a esta trampa, sargento? – pregunta un soldado mientras caminamos casi a oscuras e iluminados sólo por un encendedor de gasolina que porta uno de los soldados que camina en cabeza del grupo.
–¿Os acordáis de la broma que le gastamos al imbécil del novato ese de Burdeos que vino de inspección el mes pasado? –
–¿Lo del tesoro oculto en el fuerte? ¡Menuda gilipollez! –
–Sí. Pues estos pardillos se la creyeron totalmente. –
–¡Hay que ser papanatas! ¡Tragarse semejante historia y tener los santos cojones de venir a por el tesoro!
–Pues ya ves… eso me salvó la vida. –
–Pues que no se preocupen. Una cosa es segura… ¡Van a cobrar! –