Llevo ya dos horas aporreando un pedrusco con un pesado mazo de cobre. Un muchacho sostiene una especie de puntero al que debo golpear con fuerza pero con cuidado de no darle en los brazos o las manos. Es un trabajo verdaderamente pesado, fatigoso y no falto de peligro, sobre todo para quien se encarga de aguantar con ambas manos el delgado puntal .
Cada veinte mazazos cambiamos nuestros papeles y soy yo el encargado de sostenerlo hasta que la piedra se parte por la mitad o me toca nuevamente manejar la maza.
Estamos en pleno mes de Pa-en-Enet, lo que vendría a ser mediados de Junio en nuestro calendario. La temperatura en estos parajes ya es ciertamente abrasadora, no por el calor, unos treinta y cinco grados, sino por la sequedad y el viento del desierto que quema la piel. Para un valenciano es como si todos los días hiciese un viento de poniente que toca los cojones y te abrasa la espalda.
El capataz hade sonar un cuerno de búfalo o vete tú a saber de qué otro animal ha sacado ese chisme. Todo el mundo deja caer sus herramientas y se sientan en el suelo completamente sudorosos y agotados.
No sé de qué va todo eso y permanezco de pie con el mazo entre las manos pero no tardo en hacer lo mismo que los demás.
–Es el momento de comer, beber y descansar hasta que el sol se oculte tras esas lomas. No se puede trabajar a pleno sol ¿No te das cuenta? – me dice mi compañero.
–¿Comer? Es la mejor noticia que he recibido hasta ahora.–
–Sí, nos refugiaremos a la sombra y en cuanto descansemos un poco y nos sequemos el sudor, nos comemos lo que la parienta nos haya puesto en la talega. –
–Yo no traigo comida. Es mi primer día y puedes asegurar que será el último. Me largo. –
–¿No tienes esposa que te prepare algo de comer? ¿Y qué es eso de que te las piras? No encontrarás un trabajo mejor que este en todo Egipto. Los artesanos como nosotros estamos mejor considerados que los vulgares agricultores.–
–Sí, tengo una esposa pero si quieres que te diga la verdad no sé siquiera dónde está. Tengo que ir a buscarla cuanto antes. No he venido hasta aquí desde tan lejos para acabar con una hernia y agujetas hasta en el escroto. El puto mazo pesa lo suyo.–
–Ven conmigo, un verdadero compañero de cantera siempre comparte todas sus cosas con quien lo necesite. –
Caminamos hacia una sombra que produce un peñasco en difícil equilibrio. Creo que es mucho más peligroso permanecer debajo de él que en plena solana.
–Currantutis.– me dice mientras me da la mano como gesto amistoso de presentación.
–Encantado de conocerte, amigo. Yo soy Giliptotapis, y vengo de más allá donde los mares tienen su fin. –
–Curioso nombre, pero aquí en el bajo Egipto deberías cambiártelo, es un consejo de amigo. Ningún hombre que se precie se llamaría así ¿En que estaban pensando tus padres cuando te lo pusieron?–
–Eso digo yo… Creo que me lo pusieron a mala follá, pero no sé a ciencia cierta si fueron mis tres tutores o es cosa de un tipo majareta que es el que me trajo hasta aquí. –
–¿Tienes tres padres? ¿Cómo puede ser? –
–De donde vengo puedes esperártelo todo, te lo aseguro. –
Me mira con expresión de no entender nada pero noto cierto rictus de enfado, probablemente piense que le estoy tomando el pelo.
Saca un gran pedazo de pan sin levadura y una especie de anforita con cerveza recalentada por el sol, unos tristes pedazos de carne seca que me es imposible identificar y alguna fruta completan en menú de este hombre. Con gesto generoso parte el pan con sus manos manchadas todavía por el polvo de la cantera y me ofrece una parte.
He de reconocer que tengo hambre y aquello no está del todo mal, dadas las circunstancias.
–Gracias, compañero, está muy rico y nada sienta mejor al cuerpo tras el duro trabajo. No sospechaba que los esclavos comíais tan decentemente. –
–¿Esclavos? Te equivocas, aquí somos todos hombres libres que trabajamos en la cantera porque está bien pagado y es una tarea honorable, eso es todo ¿Qué te ha hecho pensar siquiera que somos esclavos? ¿Acaso lo eres tú? –
–¿Pues qué quieres que te diga, amigo Currantutis? Lo cierto es que no estoy picando piedra por mi propia voluntad. –
–Es cuestión de acostumbrarse, yo estoy encantado. Además, es un privilegio trabajar para nuestro gran faraón Khúfu.– (Khúfu: Nombre real egipcio del faraón que ahora conocemos por su nombre griego Keops. (Nota del traductor. Por cierto ¿Algún otro traductor ha trabajado para este escritor, y en ese caso os ha pagado alguna vez? Gracias, colegas.)
Bendito sea Dios, por lo menos el imbécil de Anthony no ha errado demasiado en la época en la que he aterrizado. ¡El faraón Keops! Justo el individuo que esperaba en el trono de Egipto.
–Vaya, pues si a esto le llamas un buen trabajo, no quiero ni pensar en lo jodido que debe ser cualquier otro. –
–Ya lo puedes jurar por Amón. Y por cierto ¿Qué es eso de que te quieres ir y buscar a tu mujer? ¿Acaso la han raptado los ladrones de tumbas o los maleantes del desierto? En ese caso ya puedes darla por perdida, amigo Giliptotapis. –
–¿Secuestrada? No creo, ella es una sacerdotisa y debe estar ahora en el templo orando y haciendo ofrendas al dios que le haya tocado servir. –
–¡No me jodas, amigo! ¿Sacerdotisa? Que yo sepa, todas esas tipas son solteras y dedican su vida a los dioses. No me puedo creer que tú estés casado con una de ellas. En ese caso, no te cambies el nombre, te viene como anillo al dedo. –
–¿No te gusta? –
–Me parece que no conoces bien todas las tareas de esas Vestales del templo. Entre ellas hay una que un marido no debería tolerar, pero mira, si a ti no te importa, pues nada, solo espero que no te dé por escarbar con los pies en la arena antes de embestir. – dice riendo de buena gana.–
–Mira el tío listo ¿Acaso tú has tenido algo que ver con alguna de ellas? Por tu forma de hablar juraría que no vas a los templos para orar ni ofrendar a los dioses sino para restregar cebolleta, marrano.–
–Estás loco. Un trabajador no puede permitirse esos lujos. Esas mujeres sólo ofrecen servicios “religiosos” a quien le sobra el oro y no se mezclan con trabajadores polvorientos ni artesanos de bajo rango. –
–Pues oyéndote yo diría que hablas por hablar y que, tal vez lo que te hayan contado no sea cierto ¿Estoy equivocado? –
–Todo el mundo sabe cómo funciona el sacerdocio, la que más y la que menos tiene tanto oro que se podría bañar en él, pero yo soy un hombre casado y nunca se me ocurriría ofender a mi esposa yaciendo en brazos de otra. ¿Y tú? ¿Eres de esos?–
–¿Yo? ¡Nunca jamás! Pregunta en todo Egipto y verás cómo ninguna mujer ni rica ni pobre me conoce. Eso sí, si alguna vez vas a Francia o a Roma es mejor que no te metas donde no te importa. –
–¿Qué es Francia y Roma? Nunca oí hablar de esas tierras. Deben estar más allá del reino de Ur. –
¡Joder, es cierto! Roma ni siquiera se ha fundado y Francia no es todavía ni un espermatozoide.
–Sí, están muy lejos. Tardarías siglos enteros en llegar hasta allí.–
Bebo un sorbo de la cerveza caliente. Tiene un sabor realmente extraño y, de entrada, casi me da hasta asco, pero sirve para recuperar algo del líquido que he perdido sudando como un asno en la cantera.
–¿Cómo puedo darme el piro y largarme de aquí? No pienso permanecer en este pedregal ni un minuto más? –
–No sé lo que es un minuto, pero no vas a poder abandonar así, sin más. Todos los trabajadores del faraón tenemos el juramento de no revelar dónde trabajamos ni qué hacemos. Es alto secreto que nadie debe conocer fuera de aquí. –
–Pues entonces perfecto, yo no he jurado nada de nada. Me trajeron a golpe de látigo sin educación ni respeto ninguno. –
–Tú verás. Cuando anochece, tras una tarde de trabajo agotador volvemos todos a nuestras casas. Si consigues que el capataz no te descubra podrás largarte hacia el norte y llegar a Menfis antes de que la luna haya llegado a lo más alto, pero ándate con cuidado, si te pesca ya puedes despedirte de tus orejas. Es el castigo más común para quien desobedece de esa manera las leyes. –
–¿Cortarme las orejas? Pues no me viene nada bien ese castigo. En mi país llevo gafas. Me las voy a tener que colgar en los huevos.–
–¿Qué? ¿Qué has dicho que llevas? –
–Olvídalo ¿Se te ocurre algún plan mejor? –
–No, pero puedes venir a mi casa esta noche. Somos gente hospitalaria y podrás aprovechar antes del alba para largarte. Los guardias a esas horas estarán borrachos y durmiendo como hipopótamos hartos de comer flores de loto. –
–¿Tenéis guardias para no poder escapar? Entonces va a ser cierto que sois esclavos como yo pensaba.–
–No ¡Qué tontería! Somos libres para salir del poblado cuando se nos antoje, pero por la noche hay vigilancia porque sólo un ladrón sale cuando el dios Amón no vela por los suyos. ¿Por otro lado dónde íbamos a ir? No somos ricos y la vida en Menfis no está a nuestro alcance. Sólo de vez en cuando vamos toda la familia a orar al templo pero siempre de día, como gente honrada y respetuosa.–
Después de un par de horas, el sol comienza a bajar y ya no penetra tan de lleno en la cantera. Los hombres se incorporan perezosamente hacia las rocas para seguir martilleando.
Es ya casi de noche cuando el ruido de los martillos cesa. El capataz vuelve a hacer sonar su cuerno.
Los trabajadores sueltan sus herramientas primitivas, suben la cuesta hasta el borde la cantera y se ponen de cara al sol que ya casi se ha ocultado en el horizonte pintando un sobrecogedor cielo anaranjado. Después alzan sus brazos hacia él pidiéndole que vuelva mañana. Es un rito que hacen al final de cada jornada.
–Vámonos, Giliptotapis, en mi casa cenaremos como corresponde a dos trabajadores honrados y buenos servidores del dios Amón. –
–El capataz Copritratuma nos grita desde lejos para que nos detengamos. Con grandes zancadas se aproxima a nosotros.
–¿Qué tal tu primer día de trabajo? – me pregunta sin dejar de sobar el mango de su látigo que lleva colgado de su cintura–
–Estupendo– contesta mi compañero. Con su enorme cuerpo hace que el martillo parece que caiga desde el mismísimo cielo. –
El cacho cabrón de capataz me toca los brazos para asegurarse de que son fuertes. –
–Lo sabía, tengo grandes planes para ti en la cantera. Eres tan grandote que casi vales por dos. –
Te vas a comer una mierda como el sombrero de un picador, pienso para mis adentros, pero asiento con la cabeza como para darle la razón. No tengo ganas de que vuelva a jugar con el látigo sobre mi espalda. Bastante he tenido con estar picando piedra todo el santo día. Además, le daría tal hostia a este canijo que le dejaría en coma si no fuese porque tengo unas ampollas en las manos que parecen champiñones.
Tras un rato caminando llegamos a una especie de ciudadela bastante grande que hay cerca de la cantera. Está compuesta por multitud de casas de adobe y techos de paja. Es la ciudad de los trabajadores.
Los hombres están llegando a sus casas después de la dura jornada. Humos de chimeneas cubren el cielo. Sin duda, sus mujeres están terminando de hacer la cena.
Los niños juguetean entre las estrechas callejuelas y cuando me ven paran en seco para observarme. Alguno de ellos se asusta y sale corriendo por entre el laberinto de calles.
No es un pueblucho destartalado, al contrario, esta gente dispone de dos tiendas limpias y bien abastecidas, una especie de taberna grande en donde se puede comer bien y tomar cerveza y, para los solteros, unas casas espaciosas en donde duermen muchos y un par de casitas más apartadas en donde desahogar las fuerzas que no hayan gastado en la cantera durante el día, usted ya me entiende.
Currantutis entra en lo que debe ser su hogar y me hace gestos desde la puerta para que yo también lo haga.
Una mujer muy joven que debe tener la misma edad que él, está removiendo una especie de caldero de cobre que cuelga de una cadenita y que se está calentando sobre un fuego. Tres niños de entre dos y cinco años se abalanzan sobre su padre y lo abrazan. La mujer todavía no me ha visto y permanece dando vueltas al guiso con un cucharón de madera.
–Esta es mi esposa, Conejiptitip. Ya me ha dado tres hijos y otro que viene en camino.
La mujer lanza un grito de sorpresa.
–¿Cómo se te ocurre traer invitados sin avisar? – dice mientras me mira un breve instante y corre hacia una de las dos habitaciones que tiene la casa.
–Es un nuevo picapedrero. Hoy ha sido su primer día y me lo han asignado como compañero, por eso no te he podido avisar antes, pero es un buen tipo, créeme. –
No entiendo del todo lo que está ocurriendo y por qué la mujer ha salido despavorida pero tras verla aparecer de nuevo comienzo a entender…
Se ha ajustado la humilde falda larga que le llega hasta la cintura y que apenas cubre sus senos con unos tirantes llamados Kalarisis, se ha colocado hábilmente una especie de peluca con trenza y en uno de sus brazos luce un brazalete de cobre.
Si, amigos, la coquetería femenina viene ya de muy atrás, pero viéndola orgullosa aparecer con sus mejores galas ante un extraño y calibrando la humilde pobreza de esta gente, siento una profunda lástima.
–Quedo encantado y maravillado de saludarte, Conejiptitip, sin duda la diosa Hator ha sido generosa contigo. (Hator, Diosa de la belleza y la maternidad. (Nota del traductor)–
La mujer se sonroja mientras se acerca a su esposo y le besa discretamente en la mejilla.
–Yo también gozo de tu presencia, extranjero. Se nota que eres un hombre educado y…–¡Tan… enorme! –
–¿Y qué? – por su tono de voz, creo que a Currantutis no le ha gustado demasiado mi galantería.
El hombre me invita a sentarme en una especie de taburete cuadrado de madera basta pero ya muy desgastado por el uso
Los niños toman asiento educadamente y en silencio y mientras Conejiptitip, llena nuestros platos con una sopa con más verdura que carne, susurra algo al oído de su esposo pero que puedo oír perfectamente…
–Como todo lo tenga igual de grande…–
–¡Que cosas tienes, querida! Pero no creo, su calzón no abulta más que el mío. –
Currantutis le da una palmada cariñosa en el culo para que se siente a la mesa ella también.
–¿De dónde vienes, extranjero? – me pregunta para desviar mi atención. Seguramente sospecha que lo he oído todo.
–De muy lejos, mi patria es imposible divisarla ni subiendo a la más alta de las montañas de Egipto.–
Los niños me miran intrigados. La más pequeña, me observa con sus ojos verdes preciosos y sus mocos no tardan en bajar hasta sus labios. Parece como embelesada mirándome fijamente.
–¿Y qué motivo tan poderoso te ha hecho venir desde tan lejos hasta Egipto y acabar en nuestra humilde morada? –
–Pues a decir verdad, me ha traído el trabajo, las ganas de conocer vuestro mundo, pero ahora me empuja una fuerza que desafía a la de cualquier dios conocido: el amor. –
–Está casado. – aclara Currantutis.
–¿Ah sí? ¿Y quién es la afortunada? ¿La conozco? –
–No, ella es sacerdotisa del templo de Isis. –
–¡Acabáramos! ¿Sacerdotisa? Seguramente me tomas por tonta. las sacerdotisas se dedican en cuerpo y alma a los dioses. Ninguna tiene un esposo… ¿Cuándo le daría lo suyo a su marido? –
–Eso digo yo…– respondo mientras la niña ha perdido la vergüenza y se ha sentado sobre mis rodillas.
–Al alba partirá a su encuentro, eso me ha dicho. –
–Pues debes tener cuidado con los guardianes. Podrían tomarte por un ladrón y cortarte la nariz y las orejas. Ese plan huele bastante mal.–
Y hablando de oler mal…
–Perdonadme… vuestra hija se acaba de hacer popó encima de mí. –