Si, ya sé que este libro lo escribe mi marido, el JuanVi, pero mientras no venga a reunirse conmigo, no le creo capaz de narrar la odisea que estoy pasando aquí sola, así que seré yo misma quien os cuente mis vivencias en este viaje.
Llevo ya cuatro meses en estos desiertos y no hay rastro de este cacho gilipollas. Me había prometido que no me dejaría sola en esta misión y no me cabe la menor duda de que anda por ahí zanganeando detrás de alguna falda egipcia. ¿No se ha parado a pensar que tal vez lo que se esté tirando es a una tiparraca que en nuestro verdadero tiempo debe ser la momia más fea expuesta en cualquier museo?
Ya puede prepararse para cuando lo pille porque estoy completamente segura de que se ha perdido en el desierto y a saber en qué ciudad o aldea anda metido en faena corriéndose sus juergas.
Como os digo, aparecí tras una pequeña colina muy cerca de Menfis, la capital del alto y bajo Egipto. Recuerdo como si hubiese sido ayer aquel nefasto día y todavía se me recorre un escalofrío cada vez que recuerdo cómo me vi desamparada en un lugar tan extraño para mí. Os lo cuento tal cual sucedió:
La maquinucha de Anthony me dejó toda tirada en una especie de vallecillo que no era otra cosa que un socavón entre dunas. Subí por la ladera de la colina en donde sólo había arena, pero no era arena fina como la de la playa o como las de las dunas que estamos acostumbrados a ver en los documentales. No, nada de eso; Era una especie de conglomerado de arena, tierra, pequeñas piedras y guijarros más grandes por donde se hace difícil andar con las finas y delicadas chanclas con las que voy calzada.
Una mujer se percató de mi presencia, se aproximó y se arrodilló ante mí.
–¡Oh, Sacerdotisa Sagrada! Apiádate de esta viuda y dame consuelo en forma de oro o plata para poder llenar mi estómago hoy. –
Me quedé de piedra. ¿Sacerdotisa Sagrada? ¿Oro o plata? ¿Pero esta tipa por quién me había tomado?
–Levanta, mujer. Te agradezco tu reverencia como corresponde a mi rango, pero no tengo con qué ayudarte. No soy de Cáritas.–
–¿Cómo qué no? ¡Será porque no te sale del higo! – me respondió levantándose furiosa–Luces unos brazaletes con los que podría alimentar a todos mis hijos y créeme que ya he perdido la cuenta de cuantos son. –
–Sí, y te los voy a regalar por tu cara bonita. Anda y que te zurzan. –
La mujer me miró furiosa.
–Cuando te llegue el turno de pesar tu corazón en la balanza en el gran juicio de Osiris te condenarán y serás devorada por Ammit. –
–¿Qué balanza ni qué niño muerto? Debes estar loca si piensas que me vas a sacar los cuartos con tus absurdas amenazas. –
–¿No crees en el gran juicio de Osiris? ¿Qué clase de sacerdotisa eres? Pareces extranjera. –
–A ti que te importa. –
La tiparraca se largó vociferando amenazas e insultos, pero no iba a arriesgarme a regalar lo llevaba encima con algo de valor a las primeras de cambio. No sé lo que me espera en este mundo tan extraño.
Al fondo, a unos dos kilómetros pude ver la ciudad de Menfis. Es grande y compuesta por centenares de casas de adobe que se arremolinan en torno a un colosal templo.
Estaba a punto de comenzar a andar hacia allí cuando otra mujer acompañada de un hombre negro, que debía ser su esclavo, se acercó a mí con gesto enfurruñado.
–He visto cómo has tratado a la viuda y estoy escandalizada con tu actitud. –
–¿Ah sí? ¿Y tú quién eres, si puede saberse? –
–Mesudalchichi, Gran Sacerdotisa del templo de Ptah. Y tú eres la vergüenza del gremio ¿Acaso no sabes que la caridad es una virtud de cualquier sacerdotisa que se precie? –
–No tenía ni idea. Soy nueva en esto, pero ya lo sé para la próxima. De todas maneras, si voy regalando lo poco que tengo ¿Qué será de mí? –
–Me extraña que hables así ¿Quién eres y quien te instruyó como sacerdotisa? Me está dando la impresión de que no tienes ni puñetera idea del oficio. –
No quise meter la pata tan pronto, grité a la viuda para que se acercase de nuevo y le entregué uno de mis anillos. No el más gordo pero sí uno bastante grande y bonito.
–Gracias, señora, ya sabía yo que no podías ser sacerdotisa y al mismo tiempo tan hija de puta. – me dijo con todo el desparpajo.
–Mira, vieja, no me toques tú ahora la figa que te lo quito y se la doy a otra. Seguro que no faltarán viudas en Menfis. –
La tipa echó a correr entre las pequeñas dunas y la perdí de vista en menos de lo que se tarda en parpadear.
–Soy Gilimarititis, y vengo de un lugar remoto más allá de las fronteras de Egipto. Mi maestra fue una reputada que le ha estado echando ojitos a mi marido desde que lo vio ¡La tía guarra! –
–¿Casada? Es poco común que una sacerdotisa tenga esposo, pero no me extraña que una mujer que se llama “La que es tan gilipollas como su marido, o más” se haya dejado cazar por un hombre. –
–¿De verdad que Gilimarititis significa eso en egipcio?–
–Pues claro. Tal vez en tu país signifique otra cosa, pero es increíble que no lo sepas cuando hablas tan bien mi lengua. –
–Es cierto, en mi tierra significa “María” a secas. Igualito que la Virgen. –
–¿Quién es esa? ¿Alguna diosa extranjera a la que adoráis? –
Creo que me metí en medio de en un berenjenal. Decidí que lo mejor sería seguirle la corriente. Ella mismo dijo que era Gran Sacerdotisa y tiene un sirviente y todo. Tal vez sea mi jefa cuando llegue al templo. Actué con rapidez.
–Já, no, nada de eso. Es la madre de un dios que es a la vez Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero para mí ni fú ni fá. Donde esté Amón, que se quite Jesucristo. ¡Donde va a parar!– Me santigüé para que Dios no me tomase en cuenta semejante blasfemia. Él sabía que lo hice por lo que lo hice.
–¿Qué haces con las manos? ¿Eres maga que me está haciendo un conjuro maligno o es que eres definitivamente tonta? –
–Un tic, lo tengo desde pequeña, no debes preocuparte. – respiré aliviada. ¡Qué útil resulta saber improvisar!
Me miró sin entender nada de nada. El esclavo se acercó a mí con cara de malas intenciones.
–¿Quieres que le arree un par de hostias, ama? –
–No, déjala. No le toques ni un pelo de su cabello. Es una mujer rara pero creo que podremos educarla como corresponde a una sacerdotisa como la diosa Isis manda. –
Me miró de arriba abajo y me habló con tono muy serio.
–Has obrado bien. Las mujeres que pierden a sus maridos, si son pobres como esta, quedan desamparadas y viven prácticamente de las limosnas. Las gentes de las clases más altas redimen sus ofensas a los dioses mediante la caridad y con eso se aseguran una vida eterna junto a Amón. Eso hace que el corazón pese menos que la pluma en el gran juicio de Osiris. –
–¿Y se supone que una sacerdotisa como yo pertenece a las clases más altas? –
–Por supuesto, sólo las hijas de las familias más nobles pueden acceder a atender a Isis. Las pobretonas nos miran con odio y extienden habladurías sobre nosotras cegadas por la envidia. Aseguran que somos prostitutas y nos tiramos a los fieles devotos a cambio de su oro y su plata. –
–¿En serio? Pues yo estaba convencida de que era cierto. –
–¡Já! ¿De verdad? ¿Dónde has estado todo este tiempo ejerciendo? –
–No te lo puedo contar, no lo comprenderías, pero yo sólo me he ofrecido a mi esposo y ese no tiene la obligación de pagar. –
–Pues eres una estúpida, perdona que te lo diga. –
–Necesito ir a Menfis para entrar en la corte del faraón. ¿Podrías ayudarme? –
–¿La corte del faraón? ¡Tú estás loca! ¿Crees que cualquiera puede entrar en palacio? No eres más que una vulgar sacerdotisa. Sólo yo puedo hacerlo gracias a mi rango. –
–¡No me jodas! Pues he hecho un viaje mucho más largo y extraño de lo que puedas imaginar precisamente para eso. –
–Has perdido tu tiempo tontamente. Ya te puedes largar por dónde has venido, a menos que asciendas lo suficiente como para ganarte ese privilegio. –
–¿Y qué hay que hacer para ascender en la jerarquía de las monjas egipcias? –
–¿Qué es una monja, ama y señora? – pregunta extrañado el esclavo.
–¿Quién sabe? Esta tipa habla como una verdulera. Usa palabras que no existen en nuestra lengua ni en ninguno de nuestros jeroglíficos. Tal vez esa sea la razón por la que se casó con un imbécil. –
–Oye, sin faltar. Mi JuanVi es un gilipollas integral, es cierto, pero de eso a ser imbécil media un abismo. –
–Vente conmigo al templo, querida. Allí te formarás como una auténtica sacerdotisa y quién sabe si con los años puedas llegar a ser como yo, una Gran Sacerdotisa de Isis. –
–¿Años? Nada de eso. Yo he venido a pasar unos días ¿Cómo que años? En cuanto el gañán, de mi marido se reúna conmigo nos largamos cagando leches de aquí. –
–¿Estás verdaderamente segura de que volverá? Te veo muy brava como para que un hombre sacrifique su libertad por una especie de leona marimandona. ¡Qué gran sargento de infantería hubieses sido si las mujeres tuviésemos acceso al ejército!–
–Sí, en el fondo es un calzonazos aunque un poco pichabrava. –
La mujer se encoje de hombros sin entender del todo.
–Bueno ¿Te vienes conmigo al templo o no? La tarde está a punto de caer y en las tinieblas moran los ladrones, violadores y demás gentuza. Es por ello que mi esclavo Cipotep siempre me acompaña cuando salgo de Menfis. No conviene hacerlo sola.–
–¿Y te fías de ir acompañada por el desierto con ese pedazo de tiarrón? –
–Completamente. Es un sirviente fiel. Un Nubio que fue capturado en batalla. Me lo regalaron como esclavo y sabe que el castigo por no respetar a su dueña se paga, como mínimo, con convertirlo en eunuco. Ni él ni yo deseamos ese desenlace, de hecho, normalmente le violo yo a él. Tiene unas virtudes acordes con su nombre. –
Comenzamos a bajar por la colina en dirección a la capital.
–¿JuanVi? ¿Es así como se llama tu esposo? –
–En nuestro país sí. Aquí se ha cambiado el nombre para pasar por egipcio auténtico. Se hace llamar Giliptotapis. –
–¿Giliptotapis? Perfecto. Ahora no me cabe la menor duda de que serás una sacerdotisa ejemplar, pero olvídate de darle al chichi como en tu tierra. Aquí practicamos la más estricta castidad.–
–¿Eso incluye tus revolcones con Cipotep? –
–Por supuesto que eso no cuenta para nada, él es un esclavo. –
–Curioso concepto ese de “la más estricta castidad”, perdona que te lo diga…–
Llegamos a la ciudad. Nunca había visto tanta pobreza. Las casas están construidas con humilde adobe, techos de paja y puertas de cañas de papiro. Las gentes calientan la comida en la calle porque el humo llenaría las cabañas y sería imposible permanecer en ellas.
Los niños van completamente desnudos hasta que cumplen seis o siete años. Las niñas, por el contrario, cubren su pequeña vulva con un pequeño trapo mientras observan embelesadas las pililas de sus hermanos y sus vecinos pequeños.
Muchos hombres vuelven a sus casas después de sus trabajos agrícolas. Algunos vienen montados en burros con productos del campo en las alforjas y algo de leña para el hogar.
A medida que nos acercamos al centro presidido por el enorme templo, las casas tienen mejor calidad y son más grandes. Las familias cenan en el interior porque se está más fresco que en la calle y nadie va ya en pelotas por pequeño que sea.
Las mujeres hacen reverencias a la Gran Sacerdotisa con la que viajo y me miran envidiosas de que yo también haya alcanzado la categoría de sierva de Isis. Mis preciosas ropas no les dejan lugar a dudas.
Cerca del templo la cosa cambia, las casas son lujosas dentro de la modestia, pero amplias, limpias y pintadas sus fachadas con colores vivos. Las calles están empedradas y se anda mejor por ellas que por los arenosos callejones que hemos recorrido.
Los hombres charlan entre ellos de modo relajado y sin aparente preocupación. Debe tratarse de la élite. Allí están los arquitectos, médicos, escribas, funcionarios y militares de alto rango.
Muchas mujeres lucen ropas tan elegantes y refinadas como las nuestras y no faltan en sus brazos brazaletes de oro finamente decorados con filigranas y motivos geométricos elaborados.
Por fin llegamos al imponente templo de Ptah y entramos en él por una pequeña puerta lateral reservada sólo a las sirvientas del Dios.
El esclavo permanece custodiando la puerta hasta que entramos completamente en el templo y después se retira cabizbajo hacia donde quiera que le corresponda dormir por las noches.
–Descálzate. El polvo del desierto no puede mancillar los aposentos de nuestros dioses. – me dice mientras se despoja de sus chanclas de cuero finamente repujado.
Se coloca el velo como si fuese un turbante para cubrirse el cabello y se ajusta con precisión matemática todos sus colgantes y brazaletes.
–Vaya, parece que para entrar aquí hay que ir tan impecable como cuando una va a un bodorrio. –
–Los dioses lo ven y lo saben todo. Es preciso que les tratemos con todo el respeto debido. Se conoce que en tu país debéis tratarlos como a basura. –
–Nada de eso. Allí hacemos tales catedrales en su honor que cabrían en ellas todos los templos egipcios habidos y por haber. –
–¿Catedrales? ¿Qué es eso? ¿Alguna especie de burdel en donde las sacerdotisas como tú fornicáis sin conocimiento a cambio de algo de oro como me dijiste? Porque ya veo que respeto a vuestros dioses parece que no entra en el inventario ¡No me jodas tu ahora con ese asunto de las catedrales! –
Me ha picado en el amor propio y a mí eso de que me lleven la contraria no me gusta ni un pelo. Si no me creéis, preguntarle a JuanVi cuando lo veáis. Él sabe de lo que hablo.
–Pues sí, y bien bonitas y no como estos templos macizos y primitivos que necesitan columnas tan gordas. –
–Pues mira, guapa, si no te gusta Egipto y te puedes ir a tu puta casa con el fantoche de tu marido. Me parece increíble que hayas hecho tan largo viaje para tocarnos los ovarios.–
Quedo pensativa. Debería cuidar mis prontos. Al fin y al cabo estoy tan perdida en este tiempo tan raro que lo que necesito es que esta engreída se convierta en mi amiga y dé la cara por mí si llega a ser necesario.
Rompo a llorar y me arrodillo ante ella suplicando con lágrimas de cocodrilo.
–Te ruego que me perdones, Mesudalchichi, no ha sido mi intención ofenderte y mucho menos en tu casa. Te juro por Amón, Ptha, Osiris, Anubis y toda esa retahíla, incluido a San Pancracio si es necesario, que seré una sacerdotisa ejemplar. –
Con un gesto cariñoso me toma del brazo y me ayuda a levantarme.
–Lo sé. He domado a niñatas que se creían el centro del imperio y las he convertido en auténticas sacerdotisas sagradas. Contigo haré lo mismo y más teniendo en cuenta de que ya tienes una edad como para que lo entiendas todo a la primera y sin rechistar. –
–¿Qué has querido decir con eso de la edad? ¿Me estás llamado vieja? Mira que la primera me cuesta pero las demás van todas seguidas.–
–Mujer, una adolescente no eres, precisamente. ¿Por cierto cuántos años tienes, Gilimarititis? –
–Sí, a ti te lo voy a decir para que se entere todo el Facebook. –
–¿Otro dios de los tuyos? –
–Algo parecido. –